desenmascara a los flautistas de la utopía verde
Eugenio Capozzi
Brújula cotidiana,
07_02_2024
El sello
inconfundible de toda ideología es su oposición frontal a la realidad concreta,
su construcción de un mundo imaginario, abstracto y alienado en el que la
sociedad se desmantela completamente y se reconstruye según un lúcido delirio
pseudorreligioso y cientificista que pretende construir al “hombre nuevo”,
inmune a defectos y conflictos, “forzado” a la felicidad. Una realidad
artificial y alternativa que inevitablemente, cuando los partidarios de esa
ideología obtienen el poder total e intentan realizarla, adopta la forma de una
distopía: no es el paraíso, sino el infierno en la tierra. Una prisión, un
manicomio y un lugar de tortura para las desdichadas sociedades condenadas a
sufrirlo.
En cuanto a la
ideología del ecologismo apocalíptico dominante hoy entre las élites
intelectuales y políticas occidentales, y sobre todo europeas, su contraste con
la realidad concreta salta plásticamente a nuestros ojos en estos mismos días
con el gran levantamiento de los agricultores contra las políticas demenciales
y ruinosas impuestas desde hace años por la UE a sus pueblos, basadas en una supuesta emergencia climática y, más en
general, ecológica.
Por un lado, la
fatal presunción de rediseñar por completo la economía, la producción, el
consumo y la vida cotidiana de cientos de millones de personas en deferencia a
la idea dogmática de que, si no se hace, una catástrofe cósmica se cierne sobre
toda la civilización humana, y si, por el contrario, los ciudadanos europeos
obedecen, esta catástrofe se evitará. Pero por otro, la reacción de las
sociedades concretas del continente, una reacción dictada por el instinto de
supervivencia y el temor fundado a que esas políticas generen daños
irreparables a su bienestar, a su autonomía, a su convivencia.
De momento, esta
reacción, que desmiente de golpe la escenificación ideológica con la que se
presentaba el riesgo de apocalipsis medioambiental como una prioridad absoluta,
procede de las clases productivas de la industria agroalimentaria, las más
castigadas por las medidas pseudoambientalistas de las clases dirigentes de la
UE, lideradas por figuras inquietantes como el ex vicepresidente de la Comisión
Frans Timmermans. Pero otros sectores de la producción ya se están movilizando
(como los trabajadores y empresarios de Alemania y algunos otros países) y,
sobre todo, la inmensa mayoría de los ciudadanos europeos ya están experimentando
amargamente en su propia piel, de una forma u otra, las gravísimas
consecuencias de esas medidas para sus intereses vitales: desde todas las
empresas sometidas a costes insoportables debido a obtusos criterios de
“sostenibilidad”, hasta los propietarios de viviendas amenazados por la
pesadilla de renovaciones obligatorias innecesarias, caras y perjudiciales,
pasando por los propietarios de vehículos de motor obligados a una costosa e
imposible conversión a eléctricos, hasta todos los consumidores que ya se están
dando cuenta amargamente de cómo las consecuencias de cada medida “verde” de la
UE son la subida vertiginosa de los precios de todos los bienes esenciales, y
la disminución de su calidad: el compendio más sintomático y absurdo es la
presión para imponer la “carne” artificial, impulsada por los intereses de las
grandes multinacionales no europeas.
Las próximas
elecciones al Parlamento Europeo nos dirán hasta qué punto la frustración y el
enfado de las sociedades podrán cambiar el equilibrio político continental ante
esta deriva. Pero, más allá de ellas, la batalla entre la realidad y el delirio
ideológico parece destinada a prolongarse durante mucho tiempo: al menos hasta
que esa ideología sea contrarrestada por una cultura alternativa lo bastante
fuerte como para derribar su hegemonía en el debate público.
Por otra parte, la
alienación total de la realidad que mantiene unidas a todas las políticas
“euro-verdes”, su distancia insalvable de cualquier racionalidad práctica y las
implicaciones despóticas y distópicas de su aplicación son ya evidentes para
cualquiera que no esté cegado por la narrativa del “flautista mágico” de
Bruselas que conduce a sus pueblos al abismo.
De hecho, todas
esas medidas convergen en uno de los proyectos más radicales del “hombre nuevo”
jamás manifestados en la historia de las ideologías, presagiando resultados al
menos tan catastróficos como aquellos a los que ya han abocado en el siglo XX.
Intentemos “unir los puntos” del ideal de “sostenibilidad” al que pretenden referirse,
y veamos cuál es el perfil del Homo Europaeus que aspiran a crear.
La población de la
futura (o más bien inminente) “Europa sostenible” con “impacto cero” en
las temidas emisiones deseada por las
actuales clases dirigentes de la Unión, vivirá en territorios donde la
producción agrícola y ganadera, en homenaje a la “sostenibilidad” y la
“restauración de la naturaleza”, será cada vez más escasa, con precios cada vez
más altos y una dependencia creciente de la producción de otros continentes para
su sustento; además, consumiendo bienes cuya cadena de producción es mucho
menos controlable.
Vivirá utilizando
únicamente energías renovables para cuya difusión se desnaturalizarán por
completo la tierra y el paisaje (¡Nada que ver con “restaurar la naturaleza”!):
energías que, sin hidrocarburos ni centrales nucleares, en cualquier caso sólo
pueden cubrir un porcentaje minoritario de las necesidades de las sociedades
industrializadas. Y así, o volverá a un estadio más primitivo de civilización o
dependerá totalmente de la energía producida en otros lugares, de nuevo con
costes enormemente incrementados.
Perderá casi por
completo su industria manufacturera porque será incapaz de sobrevivir en estas
condiciones, sumiéndose en un desempleo masivo crónico. No podrá viajar debido
a los elevadísimos costes de la movilidad eléctrica privada y del transporte
público.
En resumen, vivirá
en una “burbuja” casi irreal en la que sólo una pequeña élite podrá mantener un
nivel de vida satisfactorio (las clases dirigentes del empresariado digital y
de la investigación científica puntera, y las vinculadas a la política)
mientras que el resto de la sociedad quedará reducida a una masa informe de
pobres en busca de subsidios, o emigrará a otros lugares, lo que acentuará aún más
el declive demográfico y/o la despoblación. Mientras que el resto del mundo,
libre de tales limitaciones asfixiantes, seguirá creciendo, hasta “colonizar”
lo que quede del Viejo Continente.
La utopía “verde”
se convertirá -en realidad lo está ya haciendo- en la distopía de una parte del
mundo, hasta hace poco motor del desarrollo, que se suicida. Un desenlace que
sólo podrá evitarse si las sociedades sometidas a este yugo dejan
inmediatamente de seguir, hipnotizadas, a sus “flautistas de Hamelín”.