y de la forma más desdichada: negándose a sí misma
Carlos Manfroni
Investigador de
anti corrupción y estafas
Libertad y
progreso, febrero 7, 2024
Un asesor del
presidente George W. Bush dijo, durante una conferencia, que tenía la sensación
de que Europa se estaba jubilando de la Historia. Esa frase, que hace veinte
años podría haber causado irritación, hoy debería resultar una caricia al Viejo
Continente. Una jubilación en Europa, lejos de las penurias de estas latitudes,
todavía evoca el placer, el descanso y el turismo. Pero Europa se muere. Y se
muere de la forma más desdichada, que es la negación de sí misma.
Joseph Pieper,
quien reconoció haber acompañado a muchas personas en agonía, escribió que el
paso hacia la muerte, aun cuando resulta inevitable, es siempre un acto
voluntario en los segundos finales, cuando el espíritu se encuentra ante la
alternativa de abandonar su morada terrena o aferrarse inútilmente a una
cotidianeidad que ya ha comenzado a resultarle extraña. Y, sin embargo, incluso
esto es una afirmación de la vida, probablemente el mayor acto de afirmación,
cuando se consolida en una mínima fracción de tiempo la historia completa de lo
que hemos hecho o dejamos de hacer.
Pero Europa ha
negado su historia. Una historia de conquistas, de civilización, de
generosidad, de grandeza y también de horrores indecibles y arrepentimientos
públicos. Pero era su historia; la historia que fue fusionando a latinos,
etruscos, dorios, aqueos, visigodos, ostrogodos, suevos, vándalos, sajones,
anglos, galos, francos y más tarde judíos llegados del cercano Oriente, algunos
de los cuales llevaron el cristianismo a Roma.
Hace dos años, la
Unión Europea rechazó el pesebre de Navidad, una decisión que revirtió después,
pero el argumento consistió en que el pesebre ofendía a las personas de otras
creencias. Quien reaccionó contra semejante sentencia fue la primera ministra
de Italia, Georgia Meloni. “¡Cómo puede ofenderte un niño que nace en un
establo! ¡Cómo va a ofenderte una familia que escapa para defender a ese
niño!”–dijo en un video que circuló por el mundo.
Desde YouTube,
mediante un mensaje que recogió miles de visitas, mientras armaba su Belén, la
inefable Georgia alegó que ella creía en todos los valores de nuestra
civilización: el respeto, la sacralidad de la vida, la tolerancia e, incluso,
la laicidad del Estado, porque se lo había enseñado ese símbolo.
Desde hace mucho
tiempo –pasadas ya las aberraciones de las guerras y del genocidio–, católicos,
protestantes y judíos viven en armonía en Europa. El pesebre es la antítesis
misma del superhombre, de la superioridad de una raza, de la prepotencia de un
Estado poderoso. En ninguna ciudad del mundo, incluso en las más cosmopolitas,
la Navidad fue un obstáculo para la convivencia en la diversidad de razas y
religiones.
Y, sin embargo,
Europa se acompleja. ¿Frente a quiénes?
Hace poco, una
profesora en Francia fue acusada de islamófoba y racista por mostrar a sus
alumnos la imagen de un cuadro del siglo XVII que contenía desnudos. Algunos
padres argumentaron que ella buscaba provocar a los estudiantes, especialmente
a los de fe musulmana.
“El islamismo en
Francia pretende sacar el arte y la historia de las aulas”. La publicación
donde apareció esta sentencia, en reacción a la censura de los padres y de los
alumnos, no fue el periódico parisino de centro-derecha Le Figaro, sino la
revista española Cambio16, creada para combatir al franquismo en los 70 y de
una orientación más bien socialista.
La orgullosa
Francia se cubre hoy la cara frente al embate de aquellos a quienes en otro
tiempo refugió o de los hijos de los refugiados. La mayoría de ellos son
ciudadanos franceses, pero únicamente en los papeles.
Es famoso el
pasaje de un profesor que preguntó en un aula a sus alumnos quiénes tenían
nacionalidad francesa. Todos levantaron la mano. Después preguntó quiénes se
sentían franceses. ¡Nadie! Los brazos permanecieron tan abajo como durante un
examen.
A mediados del año
pasado, más de 2500 edificios y 12.000 automóviles fueron incendiados en
distintas ciudades de Francia por manifestantes enfurecidos, en protesta porque
un oficial de policía había disparado contra un joven de ascendencia
marroquí-argelina que se había salteado un control policial y se negó a detener
su automóvil ante las reiteradas advertencias de los agentes. Más de 400
uniformados resultaron heridos y la furia de los insurgentes fue tal que
arrojaban automóviles incendiados desde los pisos altos de los
estacionamientos, sin importar sobre qué o sobre quiénes cayeran. En un día, al
que siguieron otros, miles y miles de extranjeros arremetieron contra las
ciudades que les habían dado refugio a ellos y a sus padres.
En Londres,
siempre más pacífico que París, por todos lados se ven mujeres que visten el
hiyab o el chador, un rigor que muchas compensan con sus costosas compras en
Harrods. A ninguna de ellas se la vio el 6 de mayo del año pasado, en los
parques o en los lugares públicos atestados de gente, desde donde se podía
contemplar el acto de la coronación, fiesta máxima de los británicos.
La creencia en una
inmigración que se asimila a las costumbres del país que la hospeda o, al
menos, las respeta, puede ser válida en la mayoría de los casos, pero no cuando
existe una determinación profunda de prevalecer sobre la cultura del anfitrión.
España luchó siete
siglos para recuperar sus tierras invadidas por los moros, que se instalaron en
711, tras ganar la batalla de Guadalete, y fueron definitivamente derrotados en
1492. En el medio, existieron idas y vueltas; largos años de paz, ruptura de
treguas y también fructífera convivencia de cristianos, judíos y musulmanes;
hasta que los islámicos se decidieron a “ir por todo” y ese fue el final de su
permanencia en la península, tras las guerras de Granada.
En 1974 –es decir,
cinco siglos después– el entonces presidente de Argelia, Huari Bumedian, lanzó
la profecía que hoy se está cumpliendo: “Un día, millones de hombres
abandonarán el hemisferio sur para irrumpir en el hemisferio norte. Y no lo
harán precisamente como amigos, pues irrumpirán para conquistarlo. Y lo
conquistarán poblándolo con sus hijos. Será el vientre de nuestras mujeres el
que nos dé la victoria”.
“El que avisa no
traiciona”, dicen en el barrio. Aquella confesión no podía ser más sincera.
Fueron los europeos quienes decidieron ignorarla, como ignoraron antes a
Muhamar Khadafi, cuando anunció que un día desfilaría en París para vengar la
batalla de Poitiers.
La batalla de
Poitiers tuvo lugar en Francia, el 10 de octubre de 732, cuando un ejército
comandado por Charles Martel derrotó a las tropas musulmanas lideradas por
al-Gafiqi y que habían penetrado en su territorio. Quinientos años no fueron
suficientes para que el líder libio olvidara sus rencores. Y no será él, que
murió violentamente en 2011, pero serán otros, cualesquiera, porque la
conquista de Occidente por el Islam es un mandato religioso inexplicablemente
pasado por alto.
Sólo es cuestión
de matemática. Los europeos hace mucho que decidieron no tener hijos o, a lo
sumo, tener uno. La comodidad, el hedonismo y la corrección política están
haciendo el trabajo que antes realizaban las armas de los invasores. La mafia y
sus negocios a costa de los refugiados completa la tarea. Ojalá que no sea
tarde para despertar.