POR SANTIAGO
GONZÁLEZ
La Prensa,
25.02.2024
¡Doblega, Dios piadoso, el filo de los traidores
capaz de devolvernos a aquellos días cruentos
y hacer llorar a la pobre Inglaterra ríos de sangre!
¡Que no vivan para disfrutar de su grandeza
quienes con su traición hieran la paz de esta hermosa
tierra!
W. Shakespeare: Ricardo III, Acto V, escena 5
Que un país como
la Argentina, octavo en extensión en el planeta, con todos los recursos
naturales imaginables, una población razonablemente bien educada, sin
conflictos raciales ni religiosos, con la experiencia de integración cultural y
social más exitosa del mundo moderno, con figuras presentes en el top ten de
casi cualquier actividad o disciplina conocida, con el temple decidido,
aguerrido y patriótico que demostró en Malvinas, que un país con estas
características no haya podido levantar cabeza desde hace casi cien años es un
enigma para propios y ajenos.
Hemos tratado de
explicar ese estancamiento a partir de contradicciones reales o imaginarias
supuestamente no resueltas, sean ideológicas, sociales e incluso geográficas;
hemos hablado de la falta de un proyecto nacional, hemos hablado de la
degradación de la representación política, hemos hablado de la corrupción, del
populismo, del clientelismo, hemos hablado de todo… menos de la traición.
La omisión es
llamativa, porque la traición recorre toda nuestra historia como un río
envenenado, desde las invasiones inglesas, cuando empezamos a imaginar para
nosotros un destino de nación independiente, hasta este presente incierto que
se ofrece a nuestros ojos
La traición parece
ser un secreto vergonzoso que es preferible hacer a un lado, remitir al desván
de la memoria, ocultar. Décadas atrás, una editorial porteña compró los
derechos de un libro escrito por un académico canadiense sobre las relaciones
entre la Argentina y Gran Bretaña en el siglo XIX, pero lo hizo para no
publicarlo y evitar que se conociera aquí. ¿Cuál habría sido el problema de
enterarnos y saldar las cuentas con la historia? ¿Que el conocimiento de las
traiciones pasadas llamase la atención sobre las traiciones presentes?
AÑOSA INQUIETUD
La traición ha
sido motivo de inquietud desde que los hombres comenzaron a agruparse en
tribus, pueblos o naciones, y a preocuparse por su cohesión, seguridad y
superviviencia. La palabra es heredera del latín trado, cuya raíz do significa
entregar, capitular, ceder al otro (trans). Los traidores de Homero lucen
deformidades físicas; los de la Biblia son moralmente repulsivos. Shakespeare
pide a Dios que le niegue la vida a quienes hieran con su traición la paz de
Inglaterra. Dante reserva para los traidores una sección del noveno círculo del
infierno, el más profundo, allí donde mora el mismísimo Demonio. Podría
llenarse una biblioteca con la literatura jurídica, política y filosófica
acerca de la traición.
Es claro que
estamos hablando de la traición estratégica, de la traición a la patria
. Sobre la
traición táctica del hombre público, la traición a la palabra empeñada o a las
promesas de campaña, la traición facciosa o de partido, vale la cáustica
reflexión de Maquiavelo: “La experiencia de nuestra época demuestra que los
príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado por cumplir su
palabra.” Pero la traición murallas afuera es otra cosa. A lo largo de la
historia, la traición a la patria ha sido duramente sancionada, moral y
prácticamente, por todas las naciones con conciencia de sí mismas.
Los historiadores
han documentado con bastante detalle las traiciones del siglo XIX, las que
permitieron la pérdida del Alto Perú y la Banda Oriental, las que debilitaron
la nación incipiente en largas y devastadoras guerras civiles; las que buscaron
el apoyo de los grandes enemigos de entonces, Francia y Gran Bretaña; las que
abrieron paso a las tropas brasileñas hasta la Plaza de Mayo; las que mancharon
de infamia los colores patrios en la guerra del Paraguay; las que finalmente
ordenaron la economía nacional según un plan diseñado en Londres, para atribuir
la prosperidad posterior a ese plan y no a la pacificación y el orden
alcanzados tras el triunfo de la traición, que Roca sabrá aprovechar para echar
los cimientos de una nación independiente.
La traición cambia
de interlocutor cuando Gran Bretaña pierde peso en el poder mundial y cede su
lugar a los Estados Unidos. Los agentes encubiertos que operan en Buenos Aires
siguen hablando inglés, pero ya no provienen de Londres sino de Washington. No
les interesan tanto los recursos naturales, que los tienen como nosotros, sino
neutralizar a un eventual competidor. La Argentina había desarrollado una vasta
influencia cultural y política sobre la América hispanohablante, tenía todas
las condiciones para convertirse en una potencia, y ya había dado pruebas de
indocilidad durante el gobierno de Yrigoyen. El Canto a la Argentina del
nicaragüense Rubén Darío testimonia las expectativas que la pujante nación
despertaba en el sur de América y el recelo que encendía en el norte.
Si la bandera de
la traición había sido durante el siglo XIX la lucha contra el caudillismo y la
barbarie, en el XX lo fue la lucha contra el peronismo y el fascismo. Si a la
primera le habían dado viento los diplomáticos británicos, la segunda fue izada
por los agentes norteamericanos.
El antiperonismo
visceral de cierta élite argentina fue creado, alentado y organizado
políticamente desde la embajada estadounidense, incluso antes de que Perón
comenzara a gobernar, como lo documenta con pelos y señales en su libro The
power of few... ¡el propio embajador británico en Buenos Aires en esos años,
David Kelly! Kelly se ríe de las simpatías fascistas que sus primos yanquis le
adjudican al ascendente líder argentino.
El peronismo
emerge de una corriente de pensamiento y acción que se abre paso en ciertos
sectores de la élite argentina cuando el poder británico se retira como
ordenador del mundo. Esta corriente trata de reconfigurar el orden conservador
de Roca para adaptarlo a la nueva distribución del poder, que se dirimía
entonces en los campos de batalla de Europa e incluía como novedad la aparición
del comunismo soviético y su vocación de extenderse por el globo. Ofrece
contener el avance rojo en un país donde la izquierda era ya muy activa, y sentar
las bases de un desarrollo autónomo, capaz de diversificar los mercados para
las exportaciones agropecuarias, aprovechar al máximo su renta con el dominio
de la comercialización, el seguro y el flete, y aplicar esa renta a la
promoción de la industria pesada y las tecnologías de vanguardia con fuerte
orientación hacia la defensa nacional.
PROYECTO
ESTRATEGICO
Perón condujo hace
75 años el último proyecto estratégico nacional, concebido desde los intereses
y necesidades de la Argentina, y sostenido en los recursos naturales y las
capacidades prácticas e intelectuales de los argentinos, en el ahorro y el
trabajo argentino. Y antiperonismo fue a lo largo del siglo XX el nombre de la
traición en la Argentina, del rechazo inducido desde Washington contra todas
sus medidas de gobierno, y abrazado por una élite local ciega, mezquina y
resentida por las transformaciones sociales que esas mismas medidas
facilitaban. Un gobierno no sólo es modelado por sus propias acciones sino por
la resistencia que le ofrecen sus opositores, y el peronismo exasperado terminó
pareciéndose a la caricatura que la embajada norteamericana promovía a través
de los medios adictos.
Todo lo que vino
después fueron ensayos tendientes a acomodar el país a los designios trazados
en algún centro de poder extranjero, y conducidos por sucesivas generaciones de
administradores políticos o económicos cuyo único interés consistió siempre en
gozar de un pasajero brillo internacional, cobrar comisiones por sus servicios,
obtener becas, viajes, contratos académicos o puestos en organismos
internacionales, e incluso, en algunos casos, echar mano de los despojos
marginales mediante ingeniosas estratagemas.
En los años de
plomo, Buenos Aires fue un hervidero de agentes extranjeros, cada uno echando
leña al fuego por cuenta de sus empleadores en América, Europa, Asia y el Medio
Oriente y en beneficio de ramas diversas del terrorismo local.
El golpe militar
de 1976 no sólo no resultó ajeno a ese proceso, sino que lo acentuó y lo
agravó. Para enfrentar a La Habana se puso en manos de Washington, inició el
proceso de desnacionalización de empresas y destrucción de la industria local,
y le hizo el juego a los norteamericanos tanto en la arena nacional como en el
continente. Washington le respondió enviándole la Comisión Interamericana de
Derechos Humanos, dándole señales equívocas respecto de Malvinas, y
entregándole información de inteligencia a los ingleses durante la guerra. Eso
fue grave, pero lo más grave que hicieron las Juntas fue dejar a la Argentina encadenada
por la deuda, en una dependencia de los centros de poder externos de la que
jamás se liberó. Ni quiso hacerlo: un Congreso traidor se desentendió del fallo
judicial que le exhortaba a tomar cartas en el asunto.
Y después de las
Juntas: Alfonsín y Menem, Kirchner y Macri. Al compás de la socialdemocracia
europea y del consenso de Washington, de la patria grande bolivariana y del
globalismo de Davos. Izquierda y derecha, golpe y golpe. La nación argentina
abrumada por una insoportable, incesante seguidilla de puñetazos en uno de
cuyos guantes se lee Deuda y en el otro Desmalvinización: empobrecimiento e
ignorancia con un puño, quiebre de la conciencia nacional con el otro. Varias
veces fue arrojada a la lona, y varias veces se levantó, empapada de sudor y
sangre, resistiendo. Ninguno de los proyectos de sumisión logró imponerse, pero
la casta traidora nunca se da por vencida: vuelve a la carga, perseverante, y
el cuerpo de la nación trastabilla, no alcanza a recuperarse cuando ya llega un
nuevo golpe.
LOS OBSTACULOS
Lo que los poderes
externos lograron en gran parte de América latina nunca pudieron hacerlo en la
Argentina, porque tropezaron con tres grandes obstáculos: la buena alimentación
y la buena salud de su sociedad, la solidez económica y la educación de calidad
de sus clases medias, y la conciencia nacional de sus clases trabajadoras, en
buena medida consolidada por el magisterio del peronismo y la capacidad
organizativa y movilizadora de los sindicatos.
¿A alguien le
sorprende que desde el golpe de Onganía de 1966 las políticas públicas hayan
apuntado primero a corromper a los gremialistas y a aniquilar más tarde el
empleo formal y sindicalizado? ¿Que desde 1983 las políticas públicas hayan
apuntado a demoler un sistema educativo probadamente eficaz? ¿Que en esos
mismos lapsos se haya arruinado un sistema universal envidiable de salud
pública? ¿Que la obesidad y el raquitismo convivan ahora en las calles de la
patria? ¿Que la clase media se haya hundido en masa en la pobreza?
¿Nadie ha
reflexionado sobre las razones por las que la Argentina, con su vasto
territorio, abandonó su extensa red ferroviaria, condenando a pueblos y
ciudades a la marginalidad? ¿Nadie ha pensado por qué la Argentina renunció a
su flota de ultramar, olvidó su flota fluvial, y carece de flota pesquera de
altura o buques factoría mientras importa miserables latitas de atún? ¿Nadie se
ha puesto a pensar sobre las razones por las que la Argentina renunció a su
plan nuclear? ¿O desechó su programa misilístico? ¿Conoce el público los
alcances del acuerdo sobre el Beagle, o los pactos con Gran Bretaña sobre
Malvinas llamados Madrid I y II, y Foradori-Duncan, o los acuerdos secretos con
China, o con Chevron, firmados por sus dirigentes políticos? ¿Alguien tiene alguna
explicación sobre las razones por las que ningún gobierno desde 1983 se planteó
una política de defensa, basada en análisis estratégicos y dotada de las
pertinentes hipótesis de conflicto?
¿Acaso no resulta
cruelmente familiar el ciclo dólar atrasado, precios reprimidos, devaluación,
estallido, ajuste (con gesto adusto: “Sacrificio que todos tenemos que hacer,
pero que esta vez valdrá la pena porque viene en serio”), nuevo endeudamiento y
vuelta a empezar? Ciclo que se repite como la espiral descendente de un
tornillo, de la que a cada vuelta salimos todos más pobres, al tiempo que las
empresas, los comercios y las explotaciones rurales con menos espaldas para
resistir van a parar a manos de especuladores locales y extranjeros (con gesto
de júbilo: “¿Vieron que teníamos razón? ¡Vuelven las inversiones!”). Ciclo del
que a cada vuelta el país emerge más pobre, más indefenso, más a merced de la
voluntad ajena. ¿Alguien puede creer que esta recaída constante en el mismo
error es casual, o fruto de la estupidez o la ignorancia?
LA ELITE
ASFIXIANTE
Todas las semanas,
en su sitio RestaurAR, la economista Iris Speroni
documenta cómo la
élite dirigente asfixia la producción argentina en beneficio de intereses
externos. Dice en una de sus últimas notas:
“La Argentina
sufre una destrucción sistemática de capital desde la década del ‘70 y muy
acelerada desde la segunda presidencia de Cristina Fernández a hoy. Los
impuestos sirven en la Argentina más para elegir ganadores y perdedores, para
domar o controlar o reprimir la reinversión de familias y empresas, lo que a su
vez provoca una desinversión neta. Se alternan los gobiernos para eso. Ya no
podemos asignar este ciclo de empobrecimiento a la desidia o la ignorancia. No
más, cuando se ven todos los piolines.”
Si todo lo
enumerado desampara uniformemente desde hace décadas a la nación argentina y
sus ciudadanos, licua sus ahorros y condena a sus empresas, al tiempo que
favorece los intereses externos que tienen puestos sus ojos codiciosos en ella,
¿alguien puede aceptar seriamente que se trata de la mera casualidad? ¿Que la
mala suerte nos acompaña desde hace 75 años sin aflojar ni un ratito? Debemos
reconocer, nos guste o no, que todo esto que nos asombra no podría ocurrir sin
la acción insidiosa del traidor, y lo que no hemos encontrado, me parece, es el
coraje para mirar el problema de frente, e incluirlo en la interpretación de
nuestras desventuras.
PROBLEMA POLITICO
El análisis
político nunca puso aquí el foco en la traición, posiblemente amparándose en la
idea de que se trata de un problema moral, no un problema político. Aún si
fuera así, se trataría de un problema moral con consecuencias políticas, como
ocurre con la corrupción. Pero todo el mundo habla de la corrupción y nadie
habla de la traición, lo que da pie a suponer que no hay facción política que
no tenga algo que ocultar en materia de deslealtad nacional, y que por lo
tanto, mediante un tácito acuerdo, unos y otros y otros prefieran hablar de
otra cosa.
Advierten que la
opinión pública ya se ha acostumbrado a la corrupción política y tiende a
tolerarla como parte tan indeseable como inevitable del pacto social, pero
nadie sabe qué pasiones podría desatar la evidencia flagrante de una traición.
Pero también puede
haber otra razón para que la traición no haya captado la atención de nuestros
historiadores o politólogos en proporción a sus dimensiones escandalosas. Tal
vez la intensidad con que el reconocimiento de la traición política golpea al
cuerpo social traicionado esté en relación directa con la intensidad con que
ese cuerpo social percibe, valora y protege su propia cohesión, su destino
común. Dicho de manera más simple: donde no hay una conciencia nacional
poderosa, donde no hay un amor a la patria que desborde las razones de la
razón, las dimensiones escandalosas de la traición no producen escándalo.
La traición sólo
puede mortificar a un cuerpo social vivo, consciente de sí mismo,
orgullosamente embarcado en su aventura común. Nuestra tolerancia o
indiferencia a la traición denuncia una percepción débil de nosotros mismos
como comunidad de propósitos.
No se me escapa
que estoy poniendo sobre la mesa un asunto desagradable e incluso peligroso.
Puede desatar una cacería de brujas y una multitud de mutuas acusaciones
malintencionadas o distractivas. Pero al mismo tiempo entiendo que la traición
ha lesionado en el pasado y pone en riesgo ahora mismo nuestra propia
existencia como nación, y creo que hemos llegado al punto en que es imposible
seguir ignorándola, apartándola del análisis.
En las redes puede
encontrarse, atribuido a Cicerón, un texto que no pertenece al orador romano
sino al novelista estadounidense Taylor Caldwell, quien lo pone en su boca en
la novela A pillar of iron, de 1983. Lo reproduzco con la salvedad del caso
porque ilustra con suma elocuencia la condición del traidor y los efectos de la
traición:
“Una nación puede
sobrevivir a sus locos y hasta a sus ambiciosos; pero no puede sobrevivir a la
traición desde dentro. Un enemigo que se presente frente a sus muros es menos
formidable, porque se da a conocer y lleva sus estandartes en alto, mientras
que el traidor se mueve libremente dentro de los muros, propaga rumores por las
calles, escucha en los mismos salones oficiales; porque un traidor no parece un
traidor y habla con un acento familiar a sus víctimas, mostrando un rostro
parecido y vistiendo sus mismas ropas, apelando a los bajos instintos que hay
ocultos en el corazón de todos los hombres. Corrompe el alma de una nación,
trabaja en secreto y desapercibido en medio de la noche, socava los pilares de
la ciudad e infecta el cuerpo político hasta que éste ya no se puede resistir.
Un asesino es menos peligroso. El traidor es la peste.”
Santiago González
* Periodista.
Editor de la página web gauchomalo.com.ar