en la Iglesia
Fray Nelson Medina
OP
Infocatólica,
19.08.24
No voy a dar
nombres ni porcentajes nuevos. Yo no tengo fuentes privadas ni datos
confidenciales. Tengo los datos que todos conocemos; por ejemplo, que siempre
que se hace una estadística de abuso de menores (sobre todo, si se incluye
adolescentes), se encuentra que la mayor parte de los abusados sexualmente son
varones que han sido abusados por varones. En cualquier otro campo de la
estadística o la sociología, un dato así llamaría poderosamente la atención y
acarrearía las acciones pertinentes. En la Iglesia Católica de hoy, el dato se
omite mayormente, no se toman medidas enfocadas a enfrentar esa realidad y todo
se cubre bajo un manto común (que también es real) de “clericalismo".
Así que nadie
espere de este breve escrito revelaciones insospechadas o un destapar de
escándalos inéditos.
Quiero enfocarme
más bien en un serio malentendido que ha sido difundido por varios
conferencistas y predicadores de bastante renombre, entre los que se cuenta un
antiguo Maestro de la Orden de Predicadores (esto es, superior general de mi
propia comunidad): Fr. Timothy Radcliffe. Solo por citar un texto suyo: en
Noviembre de 2005, él publicó un extenso artículo en The Tablet bajo el título
“Can Gays be Priests?” (¿Pueden ser sacerdotes los gays?). Citemos una de sus
frases:
A vocation is a call from God. Having worked
with bishops and priests all over the world, I have no doubt that God does call
homosexuals to the priesthood, and they are among the most dedicated and
impressive priests I have met.
Una vocación es un
llamado de Dios. Habiendo trabajado con obispos y sacerdotes de todo el mundo,
no tengo ninguna duda de que Dios llama a los homosexuales al sacerdocio, y
ellos están entre los más dedicados e impresionantes sacerdotes que he
conocido.
Estas palabras no
son una excepción, viniendo de su boca o de su pluma: han sido su modo
consistente de expresarse al respecto. También es cierto que el mismo tono
puede uno encontrar en muchas otras declaraciones de sacerdotes de otras
comunidades religiosas, y también en algunos diocesanos.
Por su parte, como
sabemos, el Papa Francisco ha mantenido a la vez una actitud de gran apertura y
afectuosísimo apoyo a lo que se ha llamado pastoral LGBT (al estilo del muy
conocido P. James Martin, S.J.) mientras, a la vez, enseña que, si hay una
tendencia arraigada al homosexualismo, una persona no debería intentar ser
sacerdote. Las palabras fuertes con que se ha referido a este tema (en mayo de
2024) valieron después una disculpa por parte del mismo Vaticano.
En toda esta
discusión hay tres realidades que se entrecruzan:
1. Cuando
Radcliffe u otros hablan de personas homosexuales no mencionan un punto que es
fundamental en la moral católica: la distinción entre la tendencia y la
práctica homosexual. Queda en el aire la impresión de que, si esto no importa,
no debería nadie hacerse problema con que un sacerdote tenga una vida
homosexual activa.
2. En la pastoral
de James Martin y de otros parece claro que todo consiste en acoger, incluir,
no discriminar e incluso celebrar. El verbo que nunca aparece es “convertirse”
(verbo demonizado ciertamente con toda la legislación en contra de las llamadas
“terapias de conversión"). Queda en el aire que, si una persona no tiene
que ser llamada a conversión por un determinado comportamiento, entonces ese
comportamiento no riñe con la moral cristiana.
3. En ocasiones
asoma un tema cultural, que se vio muy claramente a partir del rechazo que
Fiducia supplicans (de diciembre de 2023) tuvo en la mayor parte del episcopado
africano, prácticamente desde su publicación. El punto es que fácilmente se da
por supuesto que las culturas “atrasadas” o “primitivas", como algunos
suponen que son las africanas, no logran captar la dirección supuestamente
inexorable hacia donde va la Historia; dirección que al final aprueba toda
clase de expresiones sexuales. Lo “desarrollado” e “inevitable” equivale a lo
“progresista", según esa manera de pensar.
Si uno profundiza
más, se da cuenta que “el mundo” (en sentido bíblico), y quienes le siguen, ha
dado la espalda a la sabia enseñanza del Papa San Pablo VI en Humanae vitae, n.
12:
El acto conyugal,
por su íntima estructura, mientras une profundamente a los esposos, los hace
aptos para la generación de nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser
mismo del hombre y de la mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales,
unitivo y procreador, el acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor
mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del hombre a la paternidad.
Observamos
nosotros que, a precio de destruir el vínculo entre los fines propios del
afecto conyugal (unitivo y procreativo), se han creado dos gigantescas
industrias, fuentes de inmenso lucro: por una parte, la sexualidad
desenfrenada, que ya ni siquiera mira si se trata de placer con hombre, mujer o
cosa; y por otra parte, los varios negocios de procreación asistida, con su
imparable producción y uso de embriones humanos. Por supuesto, tales torrentes
de dinero y placer son hoy durísimos obstáculos en contra de una enseñanza
moral como la que predicaron Pablo VI o Juan Pablo II.
Pero volvamos a
nuestro tema central. Cuando se entiende la sexualidad como negocio, como
entretenimiento o como pura expresión de afectividad, quedan de hecho igualados
el deseo sexual heterosexual y el deseo homosexual. Es así que en nuestro
tiempo ambos son vistos, casi unánimemente, como expresiones subjetivas que
deben ser respetadas o incluso “celebradas” por la sociedad. La Iglesia, en ese
enfoque, debería unirse a esa corriente de aprobación y “orgullo” precisamente
para dar una señal de tolerancia, convivencia pacífica, e incluso, amor
cristiano.
¿Se reduce todo al
deseo?
Y ese es el punto
que creo que debemos abordar en primer lugar: ¿De verdad es equivalente el
deseo heterosexual y el deseo homosexual? O, si son diferentes, ¿qué
implicaciones tiene ello en la vida de la Iglesia y concretamente en el
ejercicio del orden sagrado?
El año de mi
ordenación sacerdotal, 1992, se celebró en México el Capítulo General de los
Dominicos en que fue elegido el padre Radcliffe. En cuanto a nuestro tema, uno
de los argumentos que se planteó en ese Capítulo fue que la castidad propia de
los religiosos regía para todos los que hemos hecho este voto: heterosexuales u
homosexuales, y que en ambos casos se requería de una vida célibe en perfecta
continencia. Dice textualmente en su Informe el anterior Maestro de la Orden,
Fr. Damian Byrne:
It must be clearly understood that no matter
what one’s sexual orientation, the vow demands a celibate life lived in perfect
continence.
Debe entenderse
claramente que, sin que importe cuál sea la orientación sexual que uno tenga,
el voto [de castidad] exige una vida célibe en perfecta continencia.
Si bien el tono
parece austero, parece claro que aquellos dominicos acogieron como doctrina
para la Orden lo mismo que estamos estudiando en este artículo, esto es, que
tanto lo heterosexual como lo homosexual finalmente son deseos y que lo que un
fraile debe hacer es aprender a “manejar” esos deseos de manera que pueda vivir
en “continencia".
Por cierto, el uso
de esa palabra, que no es la más característica para hablar de castidad en la
Orden de Santo Domingo, revela algo: en cuanto “contenerse” (que es próximo a
obligarse o incluso a reprimirse) puede haber una semejanza externa entre
deseos hacia el otro sexo o hacia el propio. Pero, ¿se capta así correctamente
la esencia del voto de castidad de un varón consagrado, uno que va tras las
huellas y el ejemplo del Verbo Encarnado? ¿Es así, de verdad, que unos deseos y
otros son tan completamente semejantes?
Los hechos que yo
he conocido en más de 30 años de ministerio ordenado, predicando retiros a más
de 1000 sacerdotes en países tan diversos como Estados Unidos, México, España,
Panamá, República Dominicana, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia y Argentina;
esos hechos me conducen a un “no” bastante claro: no es lo mismo, para un
hombre consagrado, buscar la castidad cuando existe una orientación sexual
hacia otros hombres que cuando hay una orientación hacia las mujeres–si bien es
cierto que en ambos casos pueden darse irregularidades, abusos y pecados.
¿Dónde están las
diferencias? Para comprenderlo hay que salir del ámbito individualista que se
centra sólo en cada quien y en sus apetencias. La visión externalista y
pragmatista de aquel texto del Capítulo General de 1992 se queda solo en el
individuo y al final lo que tiene para decirle es: “Sientas lo que sientas, o
desees lo que desees, con quien sea, no se te ocurra ponerlo en práctica".
Y desde ese ángulo da lo mismo cuál sea el deseo íntimo del mismo individuo.
Las cosas cambian
cuando examinamos a quién se dirige tal deseo y en qué entorno sucede. Vamos
por partes.
El caso
heterosexual
¿Cómo reacciona
una mujer que se sabe deseada y que, sabiéndolo, de algún modo se involucra en
una relación con un hombre consagrado? ¿Qué expectativas tiene? ¿Qué futuro
desearía, incluso si tal futuro parece imposible? Para responder, me remito a
mi experiencia en el servicio a los sacerdotes a través de incontables horas de
diálogo, consejería y confesión: sin que yo conozca una sola excepción, la
mujer enamorada que se sabe deseada quiere tener a ese hombre para ella. No
quiere simplemente momentos o “experiencias"; no le bastan noches de
placer, días de cercanía o regalos costosos. Finalmente lo que ella quiere es
que él esté con ella, exista para ella, viva junto a ella, construya una
historia que ambos puedan llamar “nuestra historia”.
No faltarán
mujeres que, por admiración sumisa, realismo resignado u otras causas, acepten
permanecer “en la sombra” pero el deseo y tendencia del corazón femenino no es
ese. Hay razones antropológicas muy profundas que explican su anhelo; razones
en las que no podemos detenernos aquí pero que se resumen en la palabra “hogar":
la mujer quiere hogar: espacio donde su propia ternura, su singularidad de
mujer, la historia de su propia afectividad dada y recibida se concrete en
ritmos, espacios y rituales de afecto que le llenen el corazón de recuerdos y
gratas expectativas. En el fondo, es la misma razón por la que muchas hijas,
que están perfectamente bien en casa de sus padres, empiezan a sentir una
necesidad de tener su espacio propio, que puedan decorar a su manera: un
espacio en que puedan exteriorizar e imprimir su propia sensibilidad, gusto,
manera de ver y organizar el mundo.
Si este análisis
es correcto, entonces el impulso de la mujer enamorada que se sabe deseada
puede sintetizarse en términos de una fuerza “centrífuga”: en el fondo ella
quiere que ese varón, independientemente de que sea un “consagrado", sea
del todo suyo. Por lo mismo, si de verdad se siente deseada y si de verdad está
enamorada, no quiere lidiar con obispos, con provinciales, con otros frailes, o
con las múltiples solicitaciones propias del ministerio ordenado de su hombre.
Repito: su impulso es esencialmente “centrífugo", en la medida en que
quiere que ese hombre salga de donde está para quedarse con ella.
El caso homosexual
La persona
homosexual, que en este caso es un varón que se sabe deseado por otro varón
(consagrado) tiene una lógica distinta a la de la mujer. Su centro de gravedad
muy pocas veces o ninguna busca algo que se llame “hogar”: su interés se
concentra mucho más en lo corporal y material, y para ello le conviene que ese
consagrado esté donde está.
Yo he conocido un
número representativo de hombres involucrados en relaciones homosexuales con
religiosos o sacerdotes. Siempre los he tratado con respeto pero también con
absoluta claridad a partir de la enseñanza de la Iglesia. ¿Qué desean? Por
supuesto, la intimidad física y la exclusividad; pero también quieren poder,
dinero, lujos, lugares exclusivos. En muchos casos, sus exigencias se acercan
bastante a un modo elegante de prostitución masculina–aunque por supuesto tal
designación les parecerá degradante y dirán que es completamente incapaz de
describir sus sentimientos.
Lo cierto, sin
embargo, es que en el caso homosexual el impulso “centrífugo", que es tan
vigoroso en la mujer, no existe prácticamente nunca en estos varones, de hecho:
nunca en los casos que yo he conocido. Lo que yo he visto, y que muchos han
visto pero difícilmente lo dirán en público, es que aquel que se vuelve pareja
de un hombre consagrado, no tiene interés en llevárselo sino en disfrutarlo y
disfrutar de aquello que tal consagrado le pueda dar desde su realidad, su
cargo y su manejo del dinero.
Por este motivo
las relaciones homosexuales toman un carácter distinto: sólo rarísimamente
avanzan hacia la consolidación de algo que parezca un hogar; al contrario,
permanecen en una especie de bucle firme y muy bien defendido en el que se
perpetúa el intercambio de placer, dinero, regalos y privilegios. Con lo cual
podemos explicar también el origen de lo que a veces se ha llamado el “lobby
gay".
El Lobby Gay no es
otra cosa que la consolidación de ese intercambio que acabamos de describir:
todo parte de un pacto de complicidades, que implica a varios o muchos varones,
y en el que circulan regalos, nombramientos, protegerse la espalda, cuidar
privilegios y sobre todo, asegurarse en el poder. El impulso aquí, lejos de ser
“centrífugo” es completamente “centrípeto": de lo que se trata es de
consolidarse en el mando y controlar, desde el centro, la información que
llegue a ser pública.
Por el camino de
estos datos y estas consideraciones uno entiende cuán irreal, e incluso
irresponsable, resulta presentar como equivalentes el deseo heterosexual y el
deseo homosexual: su modo de iniciarse, de crecer y de consolidarse son tan
distintos que efectivamente llevan a desenlaces harto diferentes. En el caso
homosexual, la experiencia muestra que se avanza hacia una especie de
enquistamiento en el poder que asegura dos cosas: defensa del grupo y provisión
de nuevos cuerpos jóvenes: los de aquellos que tengan tales inclinaciones o
estén poseídos de una ambición grande de acceder a esos círculos.
Antes de cerrar
este artículo, quiero apuntar dos cosas. Primera, que por su misma naturaleza
de secretismo y protección mutua es extremadamente difícil saber cuál es la
extensión real de esta situación en cada ámbito de la Iglesia. Ocasionalmente
uno puede tener sospechas sobre una u otra persona pero es brutalmente
irresponsable y absolutamente contrario a la caridad cristiana lanzar
acusaciones concretas, salvo si hay certeza plena que pueda ser llevada, en
caso necesario, a un juicio canónico.
En segundo lugar:
todo esto que hemos dicho explica bastante bien las actitudes disciplinarias y
de formación a las que hemos mencionado al referirnos al Papa Francisco. Si
bien él desea una Iglesia que sepa acoger a todos, evidentemente no es ciego
frente a hechos como los que aquí comentamos.
Conclusión
En todos los
siglos una vida casta, serena, generosa y alegre ha sido un inmenso desafío. No
tendría que ser menor en nuestro tiempo.
Quienes por
misericordia de Dios hemos recibido y ejercemos el ministerio ordenado somos
conscientes de nuestras debilidades pero también sabemos que pretender
justificarlas es y será siempre una negación de la gracia suficiente que
Jesucristo está dispuesto a darnos. Nuestras faltas y pecados, en cualquier
área de la vida, son motivo de tristeza, indignación y escándalo en el Pueblo
de Dios, incluso si algunas personas se muestran inclinadas a ser más nuestros
cómplices que nuestros verdaderos amigos en el Señor.
Debe quedar claro
que cualquier falta contra la castidad hace daño al Cuerpo de Cristo pero
también hay que entender que son diferentes las dinámicas que brotan del deseo
heterosexual y del deseo homosexual: mientras que el primero genera un impulso
centrífugo, que tiende a formar algo semejante o igual a un “hogar", el
otro impulso, el homosexual, tiende más bien a la autopreservación en el poder
según la lógica de lo que se ha llamado Lobby Gay.
Soy consciente de
que es fácil omitir lo dicho en este artículo y reducirlo todo a
“chismes", “tendencias ultraconservadoras” o “interpretaciones
subjetivas". Invito a quienes así piensen a que intenten mover un poco el
mundo de las personas involucradas o posiblemente involucradas en relaciones
homosexuales. La auténtica guerra que esto suele suscitar les hará despertar de
sus ilusiones.
Puesto que estas
realidades nos atañen a todos, en cuanto creyentes, también a todos nos atañe
cultivar las virtudes de humildad, oración, penitencia, dominio propio y auténtica
caridad para que la Iglesia, liberada de la carga de los pecados de este orden,
y en realidad, de todo orden, responda con mayor fidelidad y libertad al amor
de Cristo y a la misión de llevar el Evangelio íntegro a todas las naciones.