Por Carlos Daniel
Lasa *
La Prensa,
23.09.2024
El progresismo,
como tendencia política y social, ha sido objeto de un debate constante en los
últimos años. El mismo se presenta como el “Supremo Bien” al que todo hombre
debiera aspirar. Alcanzarlo equivaldría a lo que la teología católica refiere
como estar ante la visión beatífica.
Sin embargo, esta
última tiene contornos bien definidos, pero no sucede lo mismo con el fenómeno
del progresismo. En efecto, resulta muy difícil encontrar una definición del
mismo que sea capaz de dar cuenta de su esencia.
Quizás, sea un
fenómeno parecido al del peronismo. Pero, así como asumí el desafío de
determinar la naturaleza del peronismo, ahora intentaré hacer lo propio con el
progresismo, aunque el formato propio de un periódico me obligue a aproximarme
al tema de manera concisa y simplificada.
LA NOCION DE
PROGRESO
La palabra
progreso, en castellano, deriva del vocablo latino progressus que equivale a
“avance”. Este término latino, a su vez, procede del verbo progredior, formado
por el prefijo latino pro (= hacia adelante) y el verbo gradior (= marchar). El
progresista sería, entonces, aquel hombre que siempre dirige su vida “hacia
adelante”.
Sin embargo, en
este ir hacia adelante debemos suponer la existencia de un punto de partida
desde el cual alguien se dirige hacia otro punto de llegada. ¿Cuál es ese punto
de partida para el progresista?, ¿desde dónde comienza su marcha hacia el
futuro?
Para el
progresista, este punto de partida no es algo dado, algo ya configurado, sino
una realidad que es, en sí misma, puro movimiento. Desde esta perspectiva, el
hombre es, por esencia, un ser in-quieto. De allí, entonces, que todo reposo,
toda quietud, equivalga a su propia muerte.
Su ser, en
consecuencia, estará pasando siempre de un estado a otro, sin llegar jamás a un
término definitivo. Siempre estará “actuado”.
Si cesara por un
instante de moverse, abandonaría la inquietud y, consecuentemente, dejaría de
ser. De allí que mantenerse fiel a su premisa equivalga a romper siempre con
todo lo dado, con lo establecido, con lo natural. “¡Hay que desnaturalizar
todo!”, repiten en los ámbitos donde se mueve la gente que sabe.
Cabe hacernos la
siguiente pregunta: en el progresista, ¿se registra el pasaje de un punto A
inicial hacia un punto B final? La respuesta, como ya lo expresé, es negativa.
Como ya dije, no
hay un ser inicial, configurado, a partir del cual se inicie una marcha
ordenada a adquirir aquello que le falta para completarse. En el punto A
encontramos al mismo ser que en el punto B, C o D. No hay un incremento del
ser. Toda acción está ordenada a mantener su propio ser. Todo es un puro acto
en un movimiento inexhausto. Como ya lo destaqué, este ser está siempre actualizándose.
“No renunciar al
cambio”, “no detenerse en ese ir siempre hacia adelante”, “romper con todo
estado que pretenda ser definitivo”: esas son las premisas en la lógica en la
que se desenvuelve el progresista auténtico.
Sucede que en el
principio del progresismo nos encontramos con la Acción, y es la Acción la que
todo lo fagocita. Nunca podremos escapar de ella. El ser mismo, como absoluto
hacerse (farsi, al decir de Giovanni Gentile), es progreso necesario, es un
eterno desenvolverse. Es decir, este progresismo esencial supone reinventarse,
transformarse, desenvolverse, reconvertirse ad eternum.
LA EXALTACION DE
LA INQUIETUD
Para el
progresista, la plenitud del ser radica en ser puro acto, inquietud esencial,
movimiento eterno; por lo tanto, rechaza la saciedad, el reposo, el descanso.
Su ser es tensión esencial.
San Agustín, en
sus “Confesiones”, sostenía que el ser del hombre alcanza la felicidad y la
plenitud de todos los deseos de su alma en un Ser perfecto que es Dios. El
hombre solo abandona su inquietud cuando alcanza a Dios.
El progresista,
por el contrario, reniega de este Ser al cual derriba por cuanto atenta contra
la esencia de su propio ser que es movimiento. Por eso, prefiere una inquietud
que es causa de sí misma, a una quietud que implica la subordinación a un Ser
distinto de sí.
Como podemos
apreciar, el progresismo tiene su punto de partida en un desborde ontológico
del hombre, en un acto inicial que rechaza su esencial finitud. Esta hybris
originaria, que pretende siempre “ir siempre más allá” de su condición
estatutaria de creatura, se traduce en una acción ininterrumpida condenada a la
imposibilidad de alcanzar, algún día, la serenidad y la paz.
LA DINAMICA
PROGRESISTA
EN LA POLITICA Y EN LA RELIGION
¿Cómo se despliega
esta lógica progresista en el dominio de la política y la religión?
El hombre
progresista, dominado siempre por la dinámica de una incesante agitación,
somete a la sociedad política a un permanente estado de zozobra. En lugar de
proporcionar estabilidad y conservar aquellos valores verdaderos, cuya
presencia a lo largo del tiempo ha demostrado su importancia, opta por abrazar
el cambio por el simple hecho de que debe cambiar.
“¡Hay que
cambiar!” No importa qué es aquello que haya que cambiarse o qué se conquistará
con el cambio: lo que importa es la metamorfosis a toda costa.
¿Sobre qué
valores, entonces, dirigir la acción política? El cambio mismo es el único
valor permanente: todo lo demás es perecedero y puede intercambiarse. Lo que en
un momento se consideró como bueno, en otro momento puede que sea valorado como
malo, y viceversa.
Engels, en su
escrito Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, lo expresa
claramente: la filosofía dialéctica o del devenir, “… acaba con todas las ideas
de una verdad absoluta y definitiva (…) Ante esta filosofía, no existe nada
definitivo, absoluto, consagrado; en todo pone de relieve lo que tiene de
perecedero, y no deja en pie más que el proceso ininterrumpido del devenir y del
perecer”.
El escenario
político actual se despliega en un mundo en el cual reina la lógica descarnada
de una acción frenética. La política del presente busca el acrecentamiento de
su dominio, y para ello se sitúa al margen de todo valor objetivo.
Por su parte, el
católico progresista, asumiendo como dogma la filosofía de la praxis, se enfoca
en borrar la metafísica en la comprensión de la fe. La filosofía del devenir lo
conduce a re-interpretar, de un modo constante, el contenido de la fe católica de
acuerdo al “dogma” de la invariable y necesaria adecuación a los tiempos que
corren.
En lugar de leer
el mundo actual desde la fe creída, se lo interpreta desde categorías
históricas o sociológicas. Asimismo, la propia fe creída es releída (y,
consecuentemente, vaciada de contenido) desde esas categorías. El Papa actual
lo ha expresado sin ambages: “El Vaticano II ha sido una relectura del
Evangelio a la luz de la cultura contemporánea” (“Intervista al Papa
Francesco.” La Civiltà Cattolica, n° 3918, 19 settembre 2013, p. 467).
Como podemos
advertir, la renovación doctrinal del pensamiento católico no consiste en hacer
aquello que sostenía el Cardenal Newmann. Él pregonaba un “crecimiento
orgánico” del credo católico haciendo explícito todo aquello que se encuentra
presente de modo implícito en el contenido de las definiciones dogmáticas. Si
así no fuera, se trataría, in strictu sensu, de una revolución.
El católico
progresista pone adrede en un cono de sombra a todos aquellos dogmas que más
refuerzan la dependencia del hombre respecto del Creador (el pecado original,
el milagro, la creación, la inmortalidad personal, etc.). De este modo, este
nuevo catolicismo, sometido a la ley ineluctable del “todo está cambiando”, se
acomoda a la visión que el hombre actual tiene del mundo y de la historia.
Lamentablemente,
sabemos, teniendo en cuenta su propia naturaleza y considerando la historia,
que el progresismo desemboca en el más crudo y corrosivo nihilismo. Un
nihilismo que aniquila los diversos ámbitos de la vida humana: la religión, la
política, el arte, la educación.
Tenía razón
Engels, por esta razón, cuando decía que nada quedaría en pie, excepto el
proceso ininterrumpido del devenir.
* Doctor en
Filosofía de la Universidad Católica de Córdoba.