Articulo del
periodista y analista político Daniel V. Gonzalez publicado en el Diario Alfil.
A Cristina Kirchner
le restan dos años de gobierno que son muy importantes. En su transcurso se va
a dirimir una cuestión de fundamental importancia para la Argentina: la
definitiva marcha de la economía nacional. Pero ello incluye dos niveles. Uno,
práctico. Habrá que ver y evaluar la evolución de la economía con cifras,
números y tendencias. El otro, conceptual: se dirimirá si el populismo es,
finalmente, un camino válido para el crecimiento económico sostenido.
Al cabo de estos dos
años y conforme a la evolución de las variables económicas podremos dilucidar
la vigencia o no de una propuesta económica que no es original de nuestro país
ni siquiera del peronismo pero que abriga la pretensión de configurar un camino
hacia el crecimiento determinado por la voluntad de los gobernantes.
Nada más parecido al
programa económico en vigencia que aquel desarrollado en el primer peronismo,
el de los tiempos de gloria, el que abarca los años más prósperos: desde 1945
hasta 1950, aproximadamente. En esos años todo era una fiesta. Argentina
contaba con una situación financiera envidiable (“los pasillos del Banco
Central llenos de oro”), los términos del intercambio nos resultaban favorables
y vendíamos nuestros productos fácilmente en el mercado mundial a un mundo que,
tras la Segunda Guerra Mundial, comenzaba su reconstrucción.
Una parte de la renta
agraria se volcaba a la industria, el impulso a los salarios determinó el alza
del consumo que a su vez estimuló la industria liviana que por su parte tomaba
nuevos trabajadores y alimentaba el circuito. El gasto público aumentaba y
Argentina parecía haber descubierto la fórmula mágica del crecimiento económico
sin límites. El “modelo” se fundaba en estímulos estatales a la
industrialización, elevado gasto público, planificación económica, empresas del
estado, redistribución del ingreso.
La hora de los
ajustes
Pasado ese lustro
feliz sobrevinieron las señales de que algo debía ser corregido. Llegó la hora
del ajuste. Las correcciones se volvieron inevitables. Los precios agrícolas
descendieron pero, además, el petróleo resultó insuficiente, igual que la
inversión. Había que abrirse a los capitales extranjeros, lo que contradecía el
discurso nacionalista de Perón. Llegó también el Congreso de la Productividad y
las indicaciones gubernamentales para una mayor contracción al trabajo, mayor
disciplina laboral, cese de huelgas y reducción de gastos superfluos. El ajuste
quedó trunco por el derrocamiento de Perón en 1955.
La situación actual
no es muy diferente, en aspectos sustanciales. Durante todos estos años hemos gozado
de la bendición de precios internacionales formidables. La teoría del
“deterioro de los términos del intercambio” sucumbió ante la potencia
consumidora de China, cuya incursión en el mercado mundial impulsó hacia las
nubes los precios de los commodities, incluidos los alimentos. Esta situación
inédita permitió expandir el gasto público en consonancia con un crecimiento
económico sostenido para toda la región. La consolidación del kirchnerismo en
el poder impulsó un recalentamiento del gasto público que, en ausencia de la
posibilidad de endeudamiento externo, devino en un crecimiento de la emisión
monetaria con su consecuencia inevitable: la reaparición de la inflación. El
impacto sobre los salarios y el daño hacia los sectores más indefensos de la economía
fueron inevitables.
El discurso oficial estuvo enderezado a difundir que la
bonanza de estos años fue la natural consecuencia de un programa económico que
defendió el interés nacional y el ingreso de los más pobres, manteniendo a raya
la avidez de los poderosos.
Ahí estamos parados
en este momento.
Los años que quedan
hasta el fin del mandato son muy importantes porque nos permitirán dilucidar si
el populismo tiene bases sólidas de sustentación o si se trata de un espejismo
que sólo puede existir en condiciones excepcionales de bonanza y apenas
mientras éstas duren. En los años que restan de gobierno K sabremos si el
crecimiento económico de estos años, en lo esencial, se debió a las
excepcionales condiciones internacionales (“viento de popa”) o a la dinámica
interna del modelo económico. Son años de debates apasionantes y constataciones
decisivas.
Perón, al ser
derrocado en 1955, no pudo concluir las correcciones, que ya había iniciado, al
programa de sus primeros años de gobierno. Desde el exilio y abonado por el
recuerdo y la esperanza popular, la memoria se afincó en los años de gloria, en
ese primer lustro de expansión y prosperidad sin límites a la vista. El
recuerdo de Perón quedó naturalmente asociado a una industria en expansión, las
leyes sociales, los altos salarios, la expansión del mercado interno, etcétera.
En cierto modo, el derrocamiento evitó a Perón la realización de un ajuste
inevitable, que además ya había comenzado.
Las condiciones
actuales no son, sin embargo, tan gravosas como aquéllas. Perón soportó dos
graves sequías y precios bajos en el mercado internacional de alimentos. Ahora
aún sobreviven las altas cotizaciones para los cereales y oleaginosas. Pero la
situación es similar en términos generales. Ahora el populismo deberá probar
que la inflación es compatible con el crecimiento económico y con el
sostenimiento de la capacidad de compra de los asalariados. Y que la emisión
monetaria no produce inflación. Vendrán meses apasionantes.
La discusión de fondo
Pero lo que se
discute, en definitiva, es si el estado puede manipular la economía a su
arbitrio o si, por el contrario, ella tiene algunas leyes inviolables, propias
de una ciencia dura. Nuevamente y como tantas otras veces (o como casi siempre)
el debate es entre mercado y estado. Y cuánto de cada uno.
El contexto
internacional no es favorable para la profundización de las convicciones
económicas y políticas presidenciales. Están a la vista, para quien quiera
verlo sin fanatismos, los rotundos fracasos de las propuestas como las que se
intentan impulsar en el país.
La caída del Muro de
Berlín no debe tomarse, solamente, como un hecho simbólico. Es también la
constatación de un fracaso estridente: la creencia de la posibilidad de un
estado planificador que sustituya al mercado. Pero se trata de una experiencia
lejana y, en cierto modo, incontrastable. Mejor nos viene dirigir una mirada a
la Venezuela de estos días y al desastre económico creciente en que ha derivado
la aplicación de una política similar a la que se intenta consolidar en la
Argentina.
Venezuela es un
espejo que adelanta. La concatenación de los hechos y decisiones económicas
irán llevando al país hacia escenarios cada vez más parecidos a aquél. El
voluntarismo del gobierno lo lleva a pensar que si la economía no funciona es
porque existe una conspiración empresaria e imperialista que la sabotea. Los
fondos escasearán y sobrevendrá la tentación de profundizar el modelo. Primero
fue la deuda pública, luego las AFJP… ¿Por qué no continuar con el comercio
exterior? ¿Por qué no el sistema financiero?
La profundización
siempre será mejor que las correcciones. Éstas echan por la borda el relato, la
épica, el carácter liberador del gobierno y su política. Rectificar, además,
confundirá a la tropa propia y difícilmente sea creíble para los críticos.
Rectificar es aceptar que hubo errores y daño evitable. No, eso no forma parte
del horizonte previsible.
El “vamos por todo”
es, sin embargo, acelerar la marcha frente a un sólido paredón de cemento
llamado realidad.