Víctor
E. Lapegna
InformadorPúblico,
18-11-13
“El narco-negocio se
instaló en nuestro país, prospera exitosamente, destruye familias y mata.
Nuestro territorio ha dejado de ser sólo un país de paso. Observaciones
confiables y de diversas fuentes nos advierten que el consumo arraiga en los
jóvenes, y avanza sobre la inocencia y fragilidad de los niños. Cuando se
asocian a las malas compañías del alcohol, los inhalantes, la violencia y el
desamparo, el resultado es un complot para el exterminio. Desde los más altos
niveles su tráfico genera corrupción y muerte: asesinatos por encargo,
extorsiones, dependencias esclavizantes, prostitución.”
El 12 de noviembre de
2007, la 94ª asamblea de la Conferencia Episcopal Argentina dio a conocer un
documento titulado “La droga, sinónimo de muerte”, en el que advertía en los
términos arriba transcriptos acerca del grave desafío que nos plantea a todos
la instalación de ese vil negocio entre nosotros.
Transcurrieron desde
entonces seis años y el pasado 8 de noviembre nuestros obispos volvieron a
alzar su voz profética acerca de esta cuestión mediante el documento “El drama
de la droga y el narcotráfico”, donde alertan “con dolor y preocupación” del
crecimiento del narcotráfico y sus consecuencias sobre la sociedad en general y
en especial sobre los sectores más postergados, observan la falta de
cooperación para afrontar la cuestión de parte de los ámbitos de decisión y
reclaman políticas de corto, mediano y largo plazo.
En un país con
estadísticas tan poco confiables como el nuestro no es fácil mensurar en cifras
la magnitud que alcanzó aquí el narco-negocio, pero es posible intentar un
cálculo aproximado recurriendo a datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD).
Según los últimos
informes de esa fuente, el mercado interno argentino de drogas prohibidas lo
componen casi un millón de personas que incluye a adictos y consumidores
ocasionales de cocaína (en América ese nivel de consumo, medido por habitante,
sólo es superior en Estados Unidos), unos 3 millones de consumidores ocasiones
y adictos a la marihuana y un número que desconocemos de consumidores y adictos
al “paco”, la heroína y las drogas de diseño.
Al flujo de dinero
proporcionado por ese importante mercado local compuesto por unos 4 millones de
compradores de cocaína y marihuana y una cantidad indeterminada de adquirentes
de “paco”, heroína y drogas de diseño, debe agregarse el que generan las ventas
de drogas prohibidas al exterior desde la Argentina , de cuya dimensión da cuenta el hecho
de que nuestro país sea considerado el tercer exportador latinoamericano de
cocaína, con destino sobre todo a Europa y Estados Unidos.
Conforme esas cifras
parciales y relativas y en un cálculo conservador, puede estimarse que en la Argentina la producción,
distribución y venta de drogas para consumo interno y exportación es hoy un negocio
que genera alrededor de 6 mil millones de dólares anuales (3.500 millones la
cocaína y el resto la marihuana, las drogas de diseño o sintéticas y el
“paco”), con un costo que puede llegar a unos 2.400 millones de dólares
destinados a la producción, la logística de distribución y la “cobertura de
riesgos” y deja a las organizaciones criminales que manejan ese negocio una
utilidad bruta anual promedio en torno de los 3.600 millones de dólares (unos
10 millones de dólares diarios y unos 417 mil dólares por hora).
Esto implica que los
narcotraficantes han de destinar no menos de 100 millones de dólares mensuales
para sobornar a decisores políticos, miembros del poder judicial y de las
fuerzas policiales y de seguridad que debieran combatirlos y así obtener de
ellos complicidad y favores, la que también procuran mediante la extorsión y
las amenazas como el tiroteo contra la casa particular del gobernador de santa
Fe, Antonio Bonfatti.
Por lo demás, esa
realidad argentina se enmarca en un cuado mundial en el que los tráficos
ilegales de drogas, personas, armas e influencias acumula billones (millones de
millones) de dólares anuales, pasó a ser uno de los más grandes negocios de
esta era de la globalización y dota a las organizaciones criminales
transnacionales que los manejan de un grado de poder tal, que bien se puede
considerar que configuran un “neo-imperialismo” del siglo XXI, conforme la
acertada definición de Zenón Biagosch, destacado especialista argentino en la
compleja cuestión del lavado de dinero de orígenes ilícitos.
Combatir el
narcotráfico es necesario, pero no suficiente
Es obvio que se
requiere que el Estado en todos sus niveles haga todo lo que debe y no hace
para evitar y combatir la producción local y/o la importación de drogas, su
distribución en nuestro territorio y su salida desde él hacia mercados externos
y que se debe avalar y promover todo reclamo en ese sentido, como el muy claro
y terminante que acaban de reiterar los obispos.
Al respecto,
coincidimos con los puntos que expuso Rodolfo Patricio Florido en una reciente
nota acerca de los modos de combatir al narcotráfico:
Considerar la
creación de una nueva fuerza de seguridad específica, integrada por personal a
formar, que en lo posible sea nuevo o bien tenga fojas de servicio impecables y
debería ser muy bien pago.
Modificar las leyes
existentes relacionadas con este delito e imponer penas no menores a los 25
años, no excarcelables ni sujetas a regímenes de acortamiento de penas.
Crear nuevos juzgados
federales que trabajen en directa relación con la fuerza a crear.
Abandonar la llamada
“doctrina del fruto del árbol envenenado” en lo que se refiere a la temática de
las drogas que conduce a no poder estimular el acercamiento a los
narcotraficantes en el marco de las normas no escritas que estos practican, es
condenar cualquier esfuerzo serio al fracaso o a las chicanas de orden jurídico
que terminan favoreciendo a los delincuentes.
Disponer del dinero,
casas, autos, lanchas, aviones y todo otro bien que se encuentre en posesión de
los narcotraficantes y sus familias, usándolos de manera inmediata para mejorar
la vida de los ciudadanos más carenciados, las villas de emergencia y una parte
para incrementar los recursos de la represión y nuevos centros de detención.
Asumir los miedos y
saber que se perderán vidas, ya que sin coraje no se puede enfrentar la falta
absoluta de límites que proponen los narcotraficantes.
No obstante, aún si
se adoptaran estas u otras medidas que se entiendan apropiadas y hubiera en
todos los decisores del poder político la voluntad y capacidad para combatir al
narcotráfico que hoy y aquí no hay, aunque tuviéramos suficiente personal y
recursos materiales en cantidad y de calidad técnica y moral en el sistema
judicial y las fuerzas policiales y de seguridad para afrontar ese combate que
hoy y aquí estamos lejos de tener y existieran leyes y los organismos adecuados
para cumplir esa misión que hoy y aquí no existen; todo eso sería insuficiente
para afrontar con éxito el desafío si no estuviera acompañado de una estrategia
eficaz para obrar en los eslabones original y final de esa cadena criminal de
negocios, que son el aumento del consumo y el lavado del dinero que genera.
Esto se verifica con
lo que sucede en Estados Unidos, país que destina ingentes recursos humanos y
materiales a combatir el narcotráfico y librar la llamada “guerra contra las
drogas”, pero sigue siendo el que registra los más altos niveles de consumo de
drogas prohibidas del mundo, demanda provista por organizaciones criminales que
superan todos los controles fronterizos e ingresan las drogas en territorio
estadounidense, las distribuyen y las venden. Y el sistema financiero basado en
ese país de alcance global es el que recicla gran parte de los cientos de miles
de millones de dólares que proceden de consumidores de drogas en los propios
Estados Unidos. Mutatis mutandi, lo mismo puede decirse de los principales
países de Europa.
Por ello, asumimos
que prevenir, controlar y reprimir la producción, tráfico y comercialización de
drogas es un deber ineludible del Estado y de toda la sociedad, pero también
creemos preciso tener en cuenta que, aún cuando ese deber se cumpliera en
plenitud, no pasaría de ser un paliativo sin una estrategia que permitiera
detener y reducir el consumo masivo de drogas y de políticas y medidas
conducentes a prevenir, controlar y reprimir el lavado de dinero procedente de
ese tráfico, cuya obtención y uso a voluntad y sin riesgos es el objetivo
esencial de las organizaciones que conducen ese negocio criminal.
El eslabón original
del consumo
A partir de la década
de 1960, el uso de drogas prohibidas en todo el mundo pasó de ser una tendencia
esotérica de pequeñas élites a convertirse en hábito de multitudes y esa gran
expansión del consumo -que llevó a que se estime que hoy el narcotráfico
recauda unos 500 mil millones de dólares anuales- es el primer eslabón de esa
criminal cadena de negocios transnacional, conducida por organizaciones
profesionalizadas.
Como precisó el
obispo de Villa María (Córdoba), monseñor Samuel Jofré Giraudo, “no habría
narcotráfico sin demanda y no habría demanda sin el malestar espiritual” al que
contribuyen la crisis que padece la familia y la falta de contención en los
ambientes educativos.
De ahí que, para
conseguir detener y comenzar a reducir ese consumo masivo de drogas prohibidas
es preciso querer, saber y poder actuar sobre las complejas y profundas causas
que llevaron al estallido de esa verdadera epidemia, generadora de un amplio
mercado que enriquece a quienes se organizaron para abastecerlo de la dosis
diaria de muerte en cuotas.
Excede el espacio de
esta nota analizar a fondo la etiología de esta severa enfermedad
socio-cultural, pero sí vale recordar la respuesta que daban los obispos a la
pregunta sobre las causas de la expansión de las drogas en su ya citado
documento de noviembre de 2007, al aludir al “vacío existencial que produce el
contexto consumista y hedonista en el que vivimos. Nuestra sociedad ha
distorsionado el sentido de la vida y los valores en el que “ser más” ha dado
paso a “tener más”.
Añadían que “los
jóvenes se sienten sin raíces, obligados a afrontar un presente fugaz y un
futuro incierto. Se suma a esto que muchas veces no encuentran adultos
disponibles para la escucha y la comprensión. De tal forma, que la drogadicción
no es sólo un problema de sustancias, sino más bien de cultura, valores,
conductas y opciones. Es expresión de un malestar profundo que algunos llaman
vacío existencial. Así pues, para una cantidad creciente de jóvenes, se afianza
la convicción que vivir no tiene sentido, no vale la pena. Más de una vez,
hemos escuchado decir a jóvenes en situación de riesgo: “yo ya estoy jugado”;
para ellos, felicidad, libertad, amor, son sólo palabras huecas, tan vacías
como sus bolsillos o estómagos. Padecen la “vida deshonrada”, en una sociedad
inhóspita e indiferente, y muchas veces sin una contención de sus hogares y
familias”.
Por lo demás, así
como en la década de 1960 la conquista del espacio y el desarrollo de los
medios de información y los sistemas de comunicación comenzaron a borrar
“fronteras exteriores” que separaron a los hombres durante siglos, fue también
a partir de entonces que ganó lugar la intención de traspasar las que podrían
llamarse “fronteras interiores” en la búsqueda de una “nueva conciencia” que
apeló, entre otros instrumentos, al uso de drogas. Un período en el que muchos
enarbolaron la consigna “sexo, droga y rock and roll”.
Desde entonces y
sobre todo después de la década de 1980, con el eclipse de las ideologías -en
especial el marxismo- que habían dotado de sentido a la vida de multitudes
durante buena parte del siglo XX, se expandió en el ethos cultural el hedonismo
o la búsqueda del placer como modo de vida y la justificación de la satisfacción
del impulso como modo de conducta, que obró sobre la crisis del sistema moral
basado en la cultura del trabajo.
Los efectos de esa
crisis son graves dado que el trabajo tiene una dimensión ontológica ya que es
en él y por él que llegamos a ser personas y a serlo de un modo específico,
individual y único; una dimensión gnoseológica ya que en y por el trabajo
adquirimos conocimiento de la naturaleza y de las cosas, del tiempo y del
espacio, de los otros hombres, de nosotros mismos y de Dios y tiene una
dimensión política, ya que organiza y fundamenta la vida social que nos lleva a
ser sujetos políticos.
Por lo demás, si se
acepta que la cultura es la manera de pensar, sentir, trabajar, organizarse,
celebrar y compartir la vida que asumen las personas en cada comunidad y que
define la identidad propia de esa comunidad, cabe convenir en que la magnitud
que alcanzó el consumo de drogas aquí y en el mundo da cuenta de una enfermedad
cultural, expresada en el páramo axiológico y el vacío de sentido que signan la
cultura de la globalización.
Esa enfermedad de la
cultura debilita la convivencia que establecen las personas para regular la
vida en común a través de las instituciones del estado y las organizaciones
libres del pueblo y deteriora los vínculos interpersonales de pareja, familia
(en especial materno/paterno – filiales) y amistad, que son su sustento.
Las nuevas
generaciones, sometidas al bombardeo de la televisión y su circuito que reduce
la comunicación interpersonal y la sustituye con un mensaje unilineal entre
televisor y televidente, van empobreciendo su lenguaje por la creciente falta
de ejercicio del diálogo con otras personas y vale recordar que la etimología
de “a-dicto” remite “al que no dice”.
A propósito de ello,
un componente útil y necesario para limitar y reducir la dimensión de la
adicción a las drogas entre nosotros es avanzar hacia una cultura del
encuentro, objetivo central de la X ª
Jornada de Pastoral Social de la Arquidiócesis de Buenos Aires que conduce el
padre Carlos Accaputo.
Objetivo inspirado en
las palabras y la acción del cardenal Jorge Bergoglio, hoy papa Francisco,
quien planteara que “para refundar los vínculos sociales debemos apelar a la
ética de la solidaridad y generar una cultura del encuentro. Y hay que instaurar
en todos los ámbitos un espacio de diálogo serio y conducente, no meramente
formal o distractivo”.
Avanzar en esa
cultura del encuentro puede ayudar a limitar y reducir el consumo de drogas en
nuestro país y establecer un amplio acuerdo para “promover la cultura de la
vida, fundada en la dignidad trascendente de toda persona humana, llamada a ser
feliz y a vivir libre de toda esclavitud, cuanto más de estos falsos paraísos
de la droga”.
Ello implica diseñar
y aplicar una política de Estado que cuente con un extenso y explícito consenso
y acompañamiento social, orientada a la defensa de la familia, del trabajo y de
los valores, que sea capaz de restaurar en todos nuestros compatriotas y en
especial en los jóvenes, el sentido trascendente de la vida.
Se trata de afrontar
la difusión de lo que Alberto Methol Ferré, nuestro compañero y compatriota de
la margen oriental del Plata, llamaba “ateísmo libertino” y del que decía que,
“en regímenes democráticos, desmoviliza al demos de una manera característica: lo
distorsiona transformándolo en reivindicación, ante todo, del placer. El
hedonismo, en su límite, se desentiende del otro; es la multitud de los solos”.
A la vez corresponde
asumir la dimensión epidémica que alcanzó la drogadicción entre nosotros y
abordarla como la emergencia sanitaria que ya es, lo que demanda que el Estado
en todos sus niveles y las organizaciones libres del pueblo que puedan hacerlo
(por caso, las obras sociales), diseñen y apliquen planes, programas y centros de
atención y tratamiento adecuados y accesibles para todos los adictos, muchos de
los cuales, con gran esfuerzo y apelando a diversas ayudas, podrán recuperarse
y a la vez, como bien lo señala el citado documento episcopal, “despejar la
falsa ilusión de que de la adicción se entra y se sale fácilmente”.
El eslabón final del
lavado de dinero
Al eslabón final de
la cadena de negocios del narcotráfico, que es el lavado del dinero que genera,
puede aplicarse la expresión inglesa “last but not least” (“último, pero no
menos importante”), dado que el objetivo esencial de quienes dirigen las
organizaciones dedicadas a ese comercio criminal es ganar dinero y poder usarlo
a su voluntad y sin riesgos.
Perón decía que el
bolsillo es la víscera más sensible de los hombres de negocios y en el caso de
los que se dedican a este negocio es su única víscera sensible, por lo que
golpearlos en ella mediante la prevención, control y represión del lavado del
dinero negro que obtienen es atacarlos es su flanco principal.
No es este el lugar
para tratar en detalle las debilidades y vacíos de nuestra legislación en esta
materia y sobre todo de su aplicación. Diremos sí que en nuestra economía el
peso del sector “informal” es y siempre fue muy alto lo que configura un
obstáculo estructural para la lucha contra el lavado.
Pero por encima de
ello, en este como en casi todos los campos, la proximidad relativa con el
problema facilita la solución. De ahí que consideremos plausible que se analice
la perspectiva de descentralizar la hoy centralizada Unidad de Inteligencia
Financiera (UIF), que es el organismo específico para reunir la información y
realizar la inteligencia sobre esta cuestión, mediante su federalización a
través de la creación de “UIFs” en cada provincia y de la constitución de un
Consejo Federal en la UIF
nacional, en el que esos organismos provinciales estén representados.
A Dios orando y con
el mazo dando
Con el refrán popular
que elegimos para este último subtítulo aludimos al gesto propuesto por la Conferencia Episcopal
Argentina el pasado 11 de noviembre, que convoca “a todos los que comparten
nuestra Fe y a los hombres y mujeres de buena voluntad, a una jornada de ayuno
y oración, pidiendo a Dios Padre que mueva y sostenga los corazones y las
voluntades de quienes tienen en sus manos la responsabilidad de los recursos de
la Ley , para
frenar la perversa y devastadora fuerza de las drogas. Rogaremos también por la
construcción de una cultura del encuentro y la solidaridad, como base de una
revolución moral que sostenga una vida más digna”, y por la conversión de los
narcotraficantes”.
La iniciativa de los
obispos, a la que adherimos, es que “el 7 de diciembre, primer sábado de
Adviento, en las diócesis del país, en las catedrales y santuarios, en las
parroquias y capillas, se celebrará la Santa Misa por esta intención, recordando
especialmente a los enfermos, a sus familiares y a los fallecidos por causa de
este flagelo”.
Como parte del pueblo
que somos, creemos en el poder de la oración ya que, como nos enseñó Perón,
“hay una razón superior en el deseo popular” y esa razón superior está presente
en los deseos que contienen nuestros rezos y expresan nuestra religiosidad. De
ahí que, en tanto laicos que integramos el Pueblo de Dios que es la Iglesia , adherimos y participaremos
en la Jornada
del sábado 7 de diciembre.
A la vez, en tanto
peronistas comprometidos con nuestra Patria, quisimos aportar con este texto al
encuentro de unas políticas de Estado compartidas por la sociedad que participe
en ellas para defender entre nosotros a la cultura de la vida frente a la
cultura de la muerte que tiene una de sus expresiones en el narco-negocio.
Víctor E. Lapegna