Ricardo Sáenz
La Nación, 23-9-15
Siempre he tenido la sensación de que no puedo abordar
el problema de la inseguridad a la manera de un especialista que analiza el
fenómeno. Mi posición de fiscal me obliga a tener que superar el simple estadio
de la crítica o la protesta por la falta de seguridad, ya que, desde ese
aspecto, formo parte del problema. Por eso quiero hacer una crítica y una
propuesta. Ambas tienen como destinatario el sistema de aplicación de la ley
penal, conformado por los legisladores que dictan las leyes, los jueces y
fiscales que las interpretamos y aplicamos, y las autoridades administrativas
encargadas de ejecutarlas.
Más allá de las fallas que puedan existir en la seguridad
entendida como prevención, creo que, una vez cometido el delito, el sistema de
persecución penal no está actuando adecuadamente. Así provoca, de manera
indirecta, más inseguridad. En los últimos años, muchos de los delitos más
violentos son cometidos por gente cada vez más joven, y en este hecho inciden
la pobreza, la marginalidad, la droga, la falta de oportunidades, de trabajo y
de modelos que padecen esos jóvenes. Esto los lleva a despreciar valores
esenciales, entre ellos, la vida, tanto la ajena como la propia.
La solución de estos problemas estructurales no está
en manos de quienes administramos justicia penal. Sin embargo, desde hace algo
más de diez años la realidad social ha impregnado el accionar de todos los
órganos del Estado, y en lo que hace a la aplicación de la ley penal se ha
visto plasmada la idea de que no se puede criminalizar la pobreza (a los
sectores vulnerables, a la protesta social). A partir de esta premisa -que
puede resultar en sí misma válida- se ha desvirtuado el sistema de persecución
de los delitos y hasta el principio de igualdad ante la ley. Conductas que
siempre fueron delitos quedan sin sanción cuando son cometidas por algunos
sectores desfavorecidos de la sociedad; por ejemplo, cortes de calles, desmanes
en la vía pública, destrucción de bienes del Estado o interrupción de los
servicios de transporte.
A este panorama debemos sumarle, además, la influencia
de la corriente conocida como "garantismo", mal llamada de esa
manera, ya que en realidad todas las interpretaciones y aplicaciones del
derecho penal moderno respetan las garantías del imputado consagradas en las
modernas Constituciones y en los convenios internacionales.
Sobre este punto quiero centrar el análisis y formular
una propuesta de fundamentación de las reformas que deberá emprender el
gobierno que surja de las elecciones.
El garantismo (convertido muchas veces en verdadero
abolicionismo) parte de la premisa de que la culpa por la comisión de los
delitos recae sobre la sociedad toda, por no haber brindado otras oportunidades
de desarrollo a los delincuentes. Así, la aplicación de la pena estatal pierde
gran parte de su legitimidad.
Este tratamiento diferenciado de los delincuentes
provoca que rápidamente recuperen la libertad personas que por el momento
pueden no estar preparadas para vivir de otra forma que no sea el delito. El
sistema penal genera así inseguridad de un modo indirecto, y por eso es
legítimo y fundado el temor que gran parte de la sociedad argentina tiene de
ser víctima de un delito.
Hemos llegado a un estado de cosas en esta materia que
requiere un golpe de timón. Esto sólo es posible a partir de que la nueva
autoridad política elegida por la sociedad explicite claramente que la lucha
contra la inseguridad forma parte de su agenda de gobierno y que dictará y
sostendrá las medidas legislativas necesarias a ese fin. Además, quien vaya a
tener semejante responsabilidad frente a los ciudadanos deberá recordar que la
inseguridad atenta contra todos los derechos y libertades, ya que en un hecho
delictivo podemos perder la propiedad, la integridad física o la vida.
Mi propuesta consiste en dar un fundamento político y
filosófico a la legitimidad del derecho del Estado a aplicar una pena, para así
poder salir de la "trampa" que nos ha tendido el abolicionismo.
Debemos volver al control social como un instrumento
del pensamiento político, una especie de vuelta a las fuentes del pensamiento
penal liberal. No vengo a proponer una suerte de "antigarantismo
bobo". Tampoco se trata de propiciar políticas de "mano dura",
sino de fortaleza institucional y plena vigencia de las garantías
constitucionales.
El garantismo, como movimiento crítico de la
legitimidad de la pena estatal, no ha logrado, en treinta años, resultados
superadores ni ha dado respuestas alternativas al modelo liberal de control
social.
Si bien no podemos negar la existencia de conflictos
sociales, no hay duda que siguen existiendo ciertos valores compartidos que
exceden el acuerdo sobre un sistema legal de resolución de conflictos. De
hecho, en el corazón de las sociedades occidentales actuales existe una visión
ética participada y comunicada, y un conjunto de valores compartidos, entre los
que suelen hallarse la libertad, la igualdad ante la ley, la seguridad, la
legalidad, el trabajo, la democracia, los derechos humanos y, por qué no
decirlo, también la noción de propiedad. Por lo tanto, la definición del delito
no constituye una mera imposición de los intereses de las clases dominantes
(como sostienen algunos teóricos), sino que deriva de un consenso,
mayoritariamente compartido, sobre cierta concepción ontológica de lo bueno y
lo malo, y determinada orientación respecto del curso que cada cuerpo social
debe transitar en su época.
Siempre existieron teorías que han buscado legitimar
la pena estatal y otras que han pretendido deslegitimarla. Y lo cierto es que,
por el momento, la configuración social imperante se corresponde con el orden
propio del Estado-Nación moderno y su modo característico de ejercicio del
poder. Bajo esta mirada, el Estado se halla sin duda autorizado para ejercer el
poder punitivo y activar mecanismos de control social en respuesta a la
actividad criminal, limitado por un sistema de garantías reconocido por el
derecho penal, y que constituyen el núcleo del Estado de Derecho.
La realidad sociopolítica imperante exige pensar la
forma de optimizar el funcionamiento del sistema vigente, para disminuir sus
mecanismos injustos y fortalecer los controles e instituciones democráticas. De
esta manera, el Estado deberá realizar esfuerzos para mejorar sensiblemente los
distintos instrumentos de control social clásicos, sin descartar la opción de
ingeniar nuevos que recojan ciertos aportes que surgieron de sus críticas; me
refiero a las instituciones policiales, carcelarias y judiciales, es decir, a
todos los operadores estatales en esta materia.
En los últimos años hemos asistido a una fabulosa
tergiversación de los argumentos políticos y jurídicos en materia de
inseguridad que, de la mano de estos postulados "garantistas", se ha
sumado como un capítulo más a un relato de las cuestiones esenciales del país.
A mi juicio, en estos años no se ha podido poner en agenda el tema de la
inseguridad por estas razones ideológicas, más allá del fracaso de las pocas
políticas emprendidas en esta materia.
En síntesis, las sociedades actuales no se conciben
sin el control social formal que ejercen los Estados nacionales a través de sus
instituciones, y entre ellas, claramente, las que ejercen el poder punitivo.
Recuperarlo es uno de los desafíos más importantes que deberá encarar el
próximo gobierno.
Fiscal general ante la Cámara Nacional de Apelaciones
en lo Criminal y Correcional de la Capital Federal