martes, 22 de septiembre de 2015

¿ESTAMOS OBLIGADOS A ACOGER A LOS REFUGIADOS?



JOSÉ JAVIER ESPARZA

El Manifiesto, 18-9-15


El propio lenguaje predetermina la respuesta. ¿Cómo no acoger a un refugiado? Es sorprendente la unanimidad de casi todos los medios de comunicación occidentales a la hora de escoger las palabras. Quizá las respuestas diferirían si la pregunta se formulara así: “¿Estamos obligados a acoger a los inmigrantes ilegales”? 

Aún más incierto sería el resultado con esta otra fórmula: “¿Estamos obligados a acoger a los clandestinos?”. Pero no: se habla de “refugiados”. Y, claro, ¿cómo no acoger a un refugiado? ¿Quién tiene tan mala entraña como para no solidarizarse con la desdicha ajena? Las obras de misericordia son un imperativo moral que va incluso más allá de las enseñanzas de la Iglesia católica. 

Por supuesto que hay que acoger a los refugiados. Lo que ocurre es que, en el fenómeno migratorio que estamos viviendo, la moral personal no es la única que tiene derecho a tomar la palabra. Hay otra dimensión de la moral que es la política, esto es, lo que afecta a la polis, léase al bien común. Y aquí las cosas no están tan claras.
La moral personal y la moral política no son lo mismo. Y esto no es cinismo ni relativismo, sino una evidencia lógica. 

La moral personal, que es individual, y la política, que es colectiva, no son lo mismo porque las consecuencias de sus actos afectan a ámbitos distintos de la vida. Por supuesto, una y otra responden a los mismo principios básicos –por ejemplo, proteger la vida del prójimo-, pero esos principios pueden aplicarse de manera distinta e incluso contradictoria. Un ejemplo muy claro de esta diferencia entre moral personal y moral política es el de esos misioneros que redimen esclavos en al África central. Acuden a los mercados con un buen montón de dinero y compran la libertad de los cautivos. Llevan siglos haciéndolo (Cervantes, como es sabido, se benefició de esta bendita práctica). 

Es admirable: un tipo abocado al sufrimiento y la muerte ve de repente cómo vuelve a ser dueño de sí mismo. Gran obra, la de estos misioneros. Al menos, desde el punto de vista de la moral personal. Porque ocurre que, desde el punto de vista de la moral política, tan caritativa práctica despierta muchos reproches. ¿No ve el misionero que al comprar esclavos está alimentando el infame negocio? ¿No ve que el traficante, con ese dinero, irá a buscar más víctimas? ¿No ve que al liberar a uno está condenando a la esclavitud a otros muchos? No. O tal vez sí, pero lo que el misionero ve no es la hipótesis de consecuencias futuras, sino al sujeto de carne y hueso al que ha devuelto la libertad. Es la moral personal. Y se ajusta a razón. El político le objetará que con ese bien está causando males mayores. Es la moral política. Y también se ajusta a razón. Una y otra, aunque contradictorias, son verdad. Cada cual en su propio plano.

Naturalmente, la moral personal y la moral política no son incompatibles. Incluso son complementarias. Es perfectamente factible satisfacer los imperativos de una –por ejemplo, hacer lo posible para redimir esclavos- y al mismo tiempo perseguir los objetivos de la otra –por ejemplo, erradicar el comercio esclavista-. El principio moral es el mismo: extirpar la esclavitud. Las vías para alcanzarlo son diferentes. Eso es todo.

Debate cero
Lo que está ocurriendo con esta crisis de los “refugiados sirios” –llamémosla así, aunque todos sabemos que ni todos son refugiados ni todos son sirios- es un perfecto ejemplo de divergencia entre moral personal y moral política. La moral personal nos obliga, y es bueno que así sea, a atender a esa gente que huye, sacarla del mar, darle cobijo, comida, medicinas… Por supuesto. Pero la moral política nos dice que esta acogida indiscriminada puede ser una catástrofe. Porque va a generar nuevos flujos de inmigrantes a los que ya no podremos recibir con la misma soltura, porque va a ocasionar en las sociedades de acogida problemas de integración perfectamente previsibles, porque entre la ola de refugiados se ha camuflado una porción no desdeñable de yihadistas, porque con nuestra generosidad estamos contribuyendo a privar a otros países de su propia población… Son cosas que al ciudadano privado, a la persona singular, pueden resultarle indiferentes, pero que el responsable público se tiene que plantear. Esa es justamente su obligación. Porque son tan verdad como la necesidad de socorro por razones humanitarias.

Precisamente lo que se echa de menos en el actual debate público sobre esta crisis, y en España de manera muy singular, es que alguien ponga sobre la mesa las consideraciones de carácter moral-político. O eres partidario de acoger al mayor número posible de refugiados, darles casa y trabajo o, aún mejor, una pensión vitalicia, o eres un desalmado que sólo merece las penas del infierno. Los medios de comunicación, en su inmensa mayoría, se han lanzado a una indecente apología de la lágrima que llega incluso al obsceno extremo de ocultar cosas como la detención de yihadistas camuflados (del mismo modo, por cierto, que en su día se ocultaron las violaciones en la Plaza Tahrir de El Cairo durante la “primavera árabe”). 

Pero es que también los políticos, en perpetua efervescencia electoral, se han sumado al coro prodigando las exhibiciones de buenos sentimientos y humanitarios afanes, abriendo una deplorable puja por ver quién es más “solidario”. Nadie parece preguntarse por las consecuencias de todo esto a medio plazo.
Cuidado con los sentimientos humanitarios cuando vienen en boca de quienes deberían tener en cuenta también otros criterios. Muchos de los que ahora apelan a la acogida masiva de refugiados son los mismos que ayer llamaban a la acción contra los tiranos Bachar al-Assad o Gadafi; los mismos que jalearon unas guerras simplemente calamitosas; los mismos, en definitiva, que han creado la actual crisis y provocado más dolor que el que denunciaban. Eran voces que tronaban con el argumentario de la moral personal y que desdeñaban como ofensiva cualquier consideración de moral política.
El camino del infierno, como es sabido, está empedrado de buenas intenciones.