Charlotte d´Ornellas
El Manifiesto, 7 de septiembre de 2015
Apenas el pobre niño había tenido tiempo de exhalar su
último aliento y ya la foto de su cuerpecito ahogado era publicada en toda
Europa, a la vez que se convertía en instrumento de culpabilización masiva. En
el preciso momento en que los europeos empiezan a comprender que su
sobrevivencia se juega en cada nueva oleada migratoria, los carroñeros lanzan
la foto de un cadáver infantil cuya historia todo el mundo ignora aún.
Lo que se sabe al comienzo es que el niño es sirio,
originario de la ciudad kurda de Kobané, violentamente atacada por el Estado
islámico en varias ocasiones y especialmente el pasado mes de junio. También se
sabe que el mar ha arrojado su cuerpo a una playa turca mientras sus padres
intentaban huir a Europa. En pocas horas la foto se ha convertido en la de la
“vergüenza”. Las cadenas radio-televisivas repiten su nombre unas tras otras,
los políticos prometen lo imposible y Europa se convierte en la gran culpable.
Todos a una: ministros, cantantes, actores, presentadores, periodistas y hasta
obispos. Un niño ha muerto al otro lado del mar y, además de llorar, cada
europeo tiene que estar avergonzado y abrir las puertas de su salón.
Y los sinvergüenzas que organizan el lloriqueo
culpabilizador son los mismos que fomentan desde hace cuatro años y medio una
sangrienta guerra en Siria, en nombre de “los derechos humanos”, sin oír el
grito aterrado de los sirios, cada vez más amenazados por unos islamistas
procedentes del mundo entero y que cuentan con el aval —así sea pasivo— de las
grandes potencias occidentales.
Este niño es, en primer lugar, una de las numerosas
víctimas de una guerra alentada por quienes quisieran hoy hacernos cargar con
el mochuelo y a quienes les importan un bledo los miles de niños sacrificados
en aras de su criminal política internacional en Oriente Medio. Son los mismos
que se callan, por lo demás, cada vez que un europeo muere a manos de un
extranjero.
Este niño no es ciertamente la víctima de una política
de restricción de la inmigración que cada vez desean un mayor número de
europeos. Es más bien víctima de lo contrario: de un laxismo migratorio que ha
hecho creer a su padre que valía la pena correr tan altos riesgos para alcanzar
el país de Jauja llamado Europa.
Porque pocas horas después de la locura emotiva,
hablaba la hermana del padre. Resulta que la familia vivía desde hace tres años
en Turquía, y proyectaba irse a Canadá. Finalmente fue, sin embargo, Europa el
destino escogido. Y ello por una simple y vulgar cuestión: el padre tenía
necesidad de ir al dentista. La culpabilización puede acabar ahí: el hombre no
huía de ningún país en guerra.
¿Y qué respuesta ofrecen los dirigentes de esta Europa
sumergida por oleadas de inmigrantes? ¡Venid, venid, cuantos más, mejor! Tomad
desmedidos riesgos para penetrar en países agotados y ya superados por flujos
incontrolables de inmigrantes. Es porque en Europa algunas almas bellas
culpabilizan a sus pueblos y fomentan una invasión imposible de asumir, por lo
que a miles de kilómetros un padre ha tomado el riesgo de ver morir a sus
hijos. Esto es todo.
Si por algo deben los europeos sentirse culpables es
por haber llevado al poder desde hace décadas a unos políticos que se han hecho
los reyes del arte del suicidio colectivo impuesto mediante la manipulación de
cadáveres.