LA NACION, 29
DE SEPTIEMBRE DE 2015
No hubo nada novedoso en las recientes elecciones de
Tucumán y Chaco salvo la indignación que generaron. Cayó el velo, y la ilusión
democrática de 1983 se nos revela en su actual viciosa fealdad. El diagnóstico
social se resume en dos palabras: fraude y clientelismo. En materia de
elecciones, el país ha vuelto al siglo XIX. El núcleo del problema no es sólo
moral ni jurídico; está en la conjunción del mundo de la pobreza y de un Estado
destruido.
Sin embargo, conviene precisar los términos. El fraude
se refiere a acciones ilegales, mientras que el clientelismo queda en el área
de las costumbres viciosas, pero no punibles. Vender el voto es una decisión
personal, muchas veces comprensible; el fraude, en cambio, se refiere a la
violación de una o varias normas. Incluso allí no todo es blanco o negro, pues
la normativa suele dejar zonas grises, no regladas, donde se viola el fair
play, pero no la norma. Sobre todo, lo lícito y lo ético han cambiado con el
tiempo, de acuerdo con la función que en cada época se asignó al sufragio. Una
recorrida por el pasado nos ayudará a comprender las diferencias y entender
nuestro retroceso.
El "siglo XIX", para el caso, arranca con la
Revolución Francesa, de 1789, y llega hasta las últimas décadas. Luego de la
revolución, los Estados fueron reemplazando la perimida legitimidad del derecho
divino de los reyes por la nueva voluntad del pueblo. En el lugar de la unción
con los santos óleos se instaló otro rito: el sufragio para elegir
representantes. Por entonces, los Estados avanzaban sobre los poderes locales,
mientras que las sociedades, legalmente igualitarias, conservaron su carácter
estamental, fundado en el rango: nadie confundiría por entonces a un notable
con un sirviente.
Trascendentes discusiones sobre la forma de gobierno o
el comercio libre se dirimían en un círculo relativamente reducido, en el que
el debate público importaba mucho más que las votaciones. No se creía que todos
tuvieran capacidades iguales y era lícito operar sobre el sufragio, manipular
las reglas y hacer valer la influencia personal. La elección debía limitarse a
legitimar a los gobiernos y a dirimir los conflictos entre los poderosos locales
y el Estado central. Por entonces se decía: "Los votos no se cuentan, se
pesan". Valga un ejemplo. La ley solía limitar el sufragio a los
alfabetizados, pero en el comicio la regla se flexibilizaba y se abría a la
zona de las prácticas toleradas. Muchos analfabetos se presentaban con el brazo
enyesado; entonces, alguna persona respetable, interesada en ese voto, daba fe
de su capacidad y lo reemplazaba en el trámite de escribir la papeleta.
Había diferencias, que dependían del interés suscitado
por las elecciones. En la España de la Restauración, donde la movilización
política era escasa, los funcionarios estatales "escribían" los
resultados de un comicio al que nadie había concurrido. Eran actas impecables,
sin protestas. En Inglaterra, en cambio, la participación siempre fue grande;
sólo algunos votaban, pero el resto intervenía en los actos y manifestaba
ruidosamente sus opiniones. Pero a la hora de votar, era corriente que los
votos se compraran y vendieran. No se trataba de un acto de sumisión, como en
Tucumán, sino de lo contrario, pues vender el voto era el derecho del
"inglés libre", el impuesto que debían pagar quienes querían hacerse
elegir.
Entre esas variantes están las elecciones en la
Argentina, regulares desde 1852. Consolidado el Estado, los gobiernos
"electores" manejaron libremente las reglas del juego en favor de las
elites políticas; donde había competencia, un buen comisario pesaba mucho más
que un gran propietario. Articular los poderes locales con el nacional preocupaba
mucho más que la posible ilegitimidad, denunciada por los radicales. El gran
cambio lo produjo en 1912 la ley Sáenz Peña, que estableció el sufragio
obligatorio y secreto, el uso del padrón militar y la representación de la
minoría. El voto se transparentó, aumentó el premio y los votantes fluyeron a
los comicios, lo que cambió sustancialmente el significado de las elecciones.
Por entonces, en todo el mundo occidental se
desarrollaba un proceso similar de ampliación democrática. El sufragio avanzó
en la universalización, las zonas grises se redujeron, mejoró el control
ciudadano y la línea del fraude fue más clara. Las formas clientelares
tradicionales retrocedieron, pero se desarrollaron otras, cuyos protagonistas
fueron los medios masivos de comunicación y el Estado. Desde Le Bon, el manejo
de las llamadas masas se convirtió en un desafío y en una ciencia; uno de sus
mejores lectores fue Mussolini.
El sufragio adquirió un nuevo sentido en una sociedad
en la que el capitalismo arrasó con los antiguos rangos y privilegios, afirmó
la igualdad civil y, a la vez, creó nuevas y mayores desigualdades. El voto,
organizado por los grandes partidos políticos, les dio mayor legitimidad a los
gobiernos. A la vez, confirió a los ciudadanos de a pie un instrumento para
influir sobre el Estado y equilibrar las desigualdades mediante distintos
beneficios universales. Este nuevo compuesto democrático no se llevó bien con
las instituciones republicanas. Los liderazgos plebiscitarios, más eficaces en
la política de masas, predicaron la unanimidad del pueblo, despreciaron a las
minorías, arrinconaron al parlamentarismo y acunaron a los grandes dictadores.
Sólo después de la Segunda Guerra Mundial se conformó un nuevo equilibrio,
basado en la democracia liberal, los grandes acuerdos sociales y un sufragio
transparente y relativamente liberado de influencias.
En la Argentina, la nueva democracia transcurrió con
intermitencias. Los líderes exitosos, como Yrigoyen y Perón, combinaron la
democratización social y el unanimismo autoritario. Hubo que esperar a 1983
para conocer una democracia basada en la ciudadanía, las instituciones, el
pluralismo y los acuerdos sociales.
Pero no fue un punto de llegada, sino una pausa, pues
ya faltaban las bases mínimas para esta democracia. Desde hace varias décadas,
nuestro capitalismo genera poca riqueza y mucha desigualdad. Nuestra sociedad,
con un mundo de la pobreza consolidado, no produce suficientes ciudadanos.
Nuestro Estado está derruido y a merced de gobiernos arbitrarios.
Desde 1989, los gobiernos, en general bajo la
franquicia peronista, organizan sus "partidos", que son sólo la
prolongación de la administración nacional o provincial. Adecuándolas a una
democracia de sufragio obligatorio, actualizan las viejas técnicas del siglo
XIX. Como entonces, mediante el fraude y el clientelismo, el sufragio
igualitario reproduce la desigualdad.
El clientelismo es practicado con recursos estatales:
pequeños empleos, autorizaciones para actividades ilegales o subsidios
discrecionales. Todo genera sufragios, en un proceso permanente, mucho más
significativo que los bolsones de comida repartidos el día del comicio. El
"gobierno elector", que abusa de los medios públicos de comunicación,
posibilita el fraude en cada uno de los pasos de la elección. El Ministerio del
Interior, que confecciona el padrón, puede importar votantes de los países
limítrofes; también maneja el escrutinio provisorio, que a la larga se
considera definitivo. El Correo permite que se falsifiquen telegramas y que las
urnas sean embarazadas o desembarazadas en el traslado. La "vista
gorda" de la policía permite que los operadores amedrenten a fiscales,
roben boletas o quemen urnas. Una elección provinciana del siglo XXI se parece
mucho a una del siglo XIX.
El fraude y el clientelismo revelan el fondo de la
crisis del país y de su democracia. Las mejoras parciales son bienvenidas, lo
mismo que el esfuerzo ciudadano por el control. Pero no hay que ilusionarse: un
pequeño dique no puede frenar un río desbordado. Se trata de revertir la
pobreza estructural y reconstruir el Estado. No hay grandes soluciones sino un
encadenamiento de pequeñas medidas que apunten sostenidamente a ese objetivo.
Sólo se necesita una voluntad política fuerte y persistente. Estamos en las
vísperas de uno de los momentos en que el sufragio libre puede comenzar a
modificar las condiciones que hoy lo limitan.
El autor es historiador por la Universidad de San
Andrés