Reflexión de monseñor Sergio O. Buenanueva, obispo de
San Francisco con motivo de la fiesta litúrgica de Tomás Moro y Juan Fisher (22
de junio de 2015)
El calendario litúrgico católico celebra hoy a dos
santos ingleses: San Juan Fisher, obispo, y Santo Tomás Moro, laico. Ambos son
mártires en las mismas circunstancias religiosas y políticas.
Tomás Moro ha sido declarado patrono de los políticos.
Como señala uno de sus biógrafos –Peter Berglar– el siglo XXI puede ser la
“hora” de Tomás Moro. Vale la pena decir dos palabras sobre su figura de
santidad.
Tomás vivió el momento en que su país pasaba del
Medioevo a la Modernidad, con el surgimiento del estado moderno. Fue un
intelectual brillante, un hombre de gobierno de exitosa gestión y, sobre todo,
un cristiano cabal. Alcanzó el puesto máximo al que podía aspirar un político:
Canciller del Rey. Mirado con ojos de fe en la Providencia, podemos decir: un
hombre justo para el momento justo.
Cuando Enrique VIII pretendió divorciarse de su
primera esposa y, para ello, decretó la supremacía de la corona inglesa sobre
la Iglesia, Moro no aceptó ni una ni otra determinación del rey. Lo hizo, no
por motivos de conciencia, sino porque consideraba que ambas decisiones estaban
en contra de la ley divina. Se trataba de leyes injustas. Ese juicio severo se
lo dictaba su fe cristiana.
Sí apeló a su conciencia para negar su asentimiento,
aunque más no sea puramente externo a esos decretos reales, como le sugerían
sus bien intencionados amigos. Un hombre –sostenía– no puede ser obligado a
actuar en contra de su fe o a dejarla ficticiamente de lado, especialmente a la
hora de actuar en la esfera pública. Hay que respetar la decisión que un hombre
toma obedeciendo a su conciencia.
Berglar señala un dato inquietante, que refleja en el
subtítulo de su biografía: “Solo frente al poder”. Tomás estuvo solo en su
decisión de conciencia. O, mejor dicho: quedó solo frente al poder abrumador
del estado que ejerció toda su brutalidad para alagarlo con prebendas primero,
para querer doblegarlo al final.
La mayoría de los nobles y funcionarios ingleses de
entonces, por convicción, por temor o por conveniencia se plegaron a la
voluntad del rey. Incluso la mayoría de los obispos católicos también lo
hicieron. Todos menos unos: Juan Fisher, obispo de Rochester. Pagó con su
cabeza el precio de ser fiel a su misión apostólica.
Firme en estas convicciones, pero también con la
conmoción interior que despertaba en su ánimo la perspectiva de la muerte
violenta, Tomás afrontó la humillación, el juicio y, permaneciendo libre entre
cadenas, subió al patíbulo.
El moderno estado nacional surgía así con esa
pretensión abusiva: que la negativa a obedecer sus dictados por motivos
religiosos se equiparara a una rebeldía que puede ser castigada con las máximas
penas.
Una vez más, la fe hizo un inestimable servicio a la
libertad del ciudadano y de la entera humanidad. Como aquellos primeros
mártires que se negaban a adorar al emperador romano: “Oramos por el emperador;
no le rezamos a él. Solo Dios es Señor y digno de adoración”. El primer
mandamiento de la Ley divina termina siendo, desde su esencial dimensión
religiosa, en el más poderoso garante de la libertad humana.
Y lo tiene que seguir haciendo. Es cierto: los
espacios de libertad que hoy gozamos son mucho más amplios que en los tiempos
de Tomás Moro. En buena medida esto es así por el sacrificio de hombres como
él. Las mayorías suelen tener otros intereses que las llevan a mirar en otra
dirección. Basta que uno solo tenga la suficiente clarividencia y fuerza
interior para decir “no”, y la luz de la libertad se abre paso en medio de las
sombras.
Hoy tenemos más espacios de libertad. Es cierto. Pero
no debemos bajar la guardia. Comenta Berglar: “también a nuestro alrededor en
una sociedad libre y abierta, va creciendo la tendencia a uniformar las
opiniones, al menos las que se articulan en público: que cada cual «crea» lo
que quiera… pero debe decir lo que agrada. Las coacciones para uniformar las
opiniones y el comportamiento, sin tomar en consideración las convicciones
interiores y la autenticidad de la persona, van aumentando en todo el mundo y
adquieren un carácter no sólo físico, autoritario”.
Creo que más que patrono de los políticos, Tomás Moro
podría ser patrono de los que quieren pasar de “habitantes a ciudadanos”. O, en
una variación de esa frase de inspiración agustiniana: pasar de meros
consumidores a verdaderos ciudadanos responsables del bien común.
Son cosas que nos hacen pensar. Especialmente en los
tiempos electorales que estamos viviendo, y de los que esperamos un paso más en
la dirección correcta: una mejor democracia para nuestro país. Al menos, una
democracia posible.
Mons. Sergio O. Buenanueva, obispo de San Francisco