Los líderes
occidentales lo promueven
Riccardo Cascioli
Brújula cotidiana,
19-04-2022
Cuando hablamos de
Occidente nos referimos a la civilización cristiana que le dio origen, con
todos los valores que implica: orden natural, valor de la persona, sacralidad
de la vida. El autodesprecio está representado por el tercermundismo, el
ecologismo, el indigenismo, la ideología de género, el aborto. Todos estos
valores negativos hoy son promovidos por quienes usurparon el título del
Occidente. Lo que también indica algo en el conflicto ruso-ucraniano.
Cada vez más
quienes hacen preguntas, expresan perplejidad, sugieren distinciones sobre la
narración que el presidente ruso, Vladimir Putin, quiere como símbolo del mal
(responsable del genocidio y de todas las maldades posibles) y la necesidad de
hacerle la guerra; es etiquetado como el enemigo de Occidente, típico
representante de un Occidente que se odia a sí mismo. Y si son los católicos
los que hablan, he aquí la cita de
Benedicto XVI: “Hay aquí un autodesprecio de Occidente (...) que sólo puede ser
considerado como algo patológico”. Implícito en este discurso está que se
hace coincidir a Occidente con las decisiones políticas, estratégicas y
militares de los líderes de los países occidentales y de su alianza militar, la
OTAN.
Urge pues volver a
interrogarse sobre lo que es Occidente para entender si este tipo de críticas
son correctas. Es un discurso que ya habíamos abordado hace unas semanas con
Stefano Fontana, pero es necesario retomarlo y profundizar en algunos aspectos
que también sirven de juicio para esta guerra ruso-ucraniana. Fontana decía,
por tanto: Occidente “es una civilización en la que el cristianismo ha
sintetizado y purificado la filosofía griega y el derecho romano”. Esto tiene
consecuencias concretas: en primer lugar, el reconocimiento de que hay un Dios
Creador, para quien el mundo entero es Creación, con el hombre en la cúspide,
un hombre que es responsable ante Dios de todo lo que le rodea.
Significa que hay
un orden natural que corresponde al plan de Dios para los hombres y para toda
la realidad, que estamos llamados a cumplir incluso con nuestras reglas
sociales. Significa que cada persona tiene un valor en sí misma, que la vida es
sagrada e indisponible y que hay derechos naturales que anteceden a los Estados
y comunidades sociales, y que los Estados y comunidades sociales deben
garantizar. Significa también una concepción de la historia lineal que tiende
al último día, al Juicio Final, ya que el hombre está llamado siempre a
construir la Jerusalén terrena a imagen de la Jerusalén celestial; de aquí se
sigue también el valor positivo del trabajo (en otras sociedades está reservado
a los esclavos, a los prisioneros y a las clases más bajas) y por tanto también
la concepción del desarrollo. Es todo esto lo que a lo largo de los siglos ha
hecho grande a la civilización occidental y le ha garantizado la supremacía
cultural, económica y política en el mundo, no la capacidad de usar la fuerza y
la violencia, como muchos quisieran.
Pues bien, ¿de
dónde procede entonces el autodesprecio de Occidente, del que también habla
Benedicto XVI? Simplemente del rechazo del cristianismo, de la negación de las
raíces de nuestra civilización. Como recordó Fontana, es un proceso que duró
siglos, pero que ciertamente ha madurado en las últimas décadas. Es una lectura
de la historia en la que todos los males son hijos de la cultura occidental y
en particular de la civilización cristiana. Hoy hay muchas corrientes
culturales y políticas que interpretan este sentimiento: el tercermundismo, por
ejemplo, según el cual los países pobres son pobres porque hay países ricos, de
modo que incluso las políticas de desarrollo internacional se ven en términos
de compensación por errores pasados y no de la evolución de los países
pobres. No cabe duda de que la pobreza es en cambio hija sobre todo de factores
internos, como la concepción religiosa, la cultura, la corrupción, como debe
parecer evidente; no, todo es culpa de los países ricos, es decir, de
Occidente.
En esta clave se
puede leer también el fenómeno del ecologismo, especialmente en su versión del
cambio climático: son los países industrializados los que contaminan y
modifican el clima del cual los pobres pagan las consecuencias, por lo que las
políticas ecológicas deben traducirse siempre en enormes transferencias de
dinero desde países ricos a países pobres. Aquí también, no importa si desde un
punto de vista científico y estadístico la realidad parece muy diferente, la
culpa es en todo caso de Occidente. Y otra vez: el indigenismo, la exaltación
mitológica de los pueblos indígenas que, obviamente, eran felices antes de que
llegaran los colonizadores occidentales; olvidando que las culturas primitivas
son todo menos un ejemplo de respeto por la persona y el medio ambiente.
El fenómeno de la
“cultura cancelada”, con el posterior derribo de estatuas, libros en la
hoguera, profesores suspendidos, etc., es sólo el resultado final del arraigo
de esta ideología antioccidental. En cuanto al ecologismo, es interesante
subrayar cómo se cuestiona directamente a la cultura judeocristiana como
responsable de la supuesta crisis ecológica, pues el énfasis en la centralidad
del hombre lo habría llevado a destruir la naturaleza.
La negación de la
civilización cristiana occidental también tiene consecuencias en otros campos:
por ejemplo, la ideología de género es la negación del orden natural que Dios
estableció en la Creación y que encuentra su descripción en el Génesis. Y así
la negación de la vida -aborto, eutanasia- y la destrucción sistemática de la
familia como célula fundamental de la sociedad.
Si este es, por lo
tanto, el verdadero autodesprecio de Occidente surge inmediatamente un
problema: hoy es precisamente el liderazgo de todo Occidente el que representa
y promueve el autodesprecio. No es casualidad que los líderes europeos hayan
prohibido explícitamente el reconocimiento de las raíces cristianas de Europa.
El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, ha colocado la agenda LGBTQ como
una prioridad de política exterior, después de que sus predecesores demócratas
impusieran de manera similar el control internacional de la natalidad. Las
agencias de la ONU, a instancias de los gobiernos occidentales, promueven el
aborto, la anticoncepción, la destrucción de la familia, el ecologismo, el
tercermundismo, el indigenismo. Y podríamos seguir.
Entonces, quien
ama a Occidente entendido como heredero de la civilización cristiana, del
pensamiento griego y del derecho romano, ¿cómo podría sentirse en armonía con
quienes han usurpado hoy el título de Occidente? ¿Y por qué, con mayor razón,
no debería sentirse libre de criticar las decisiones de su propio gobierno o de
la OTAN en términos de política internacional y objetivos geopolíticos? Esto no
es un sesgo o una “represalia” ideológica, sino simplemente usando la razón,
esto también es un legado ahora olvidado de la verdadera civilización
occidental.
Esto obviamente no
significa que debamos simpatizar o alentar a quienes quieren destruir Occidente
desde el exterior (ver China) o incluso como un enemigo interno (ver por
ejemplo el fundamentalismo islámico arraigado gracias a ciertas políticas de
inmigración, también hijas del autodesprecio de Occidente). Sería infantil y
autodestructivo.
Rusia, sin
embargo, merece una discusión aparte, porque según su concepción original, este
país cristiano es también Occidente. Separados tanto por un cisma dentro del
mundo cristiano como por la dominación en el siglo XX de una ideología
totalmente anticristiana, pero todavía parte de Occidente. Así también lo veía
Juan Pablo II, que de hecho habló de una Europa desde el Atlántico hasta los
Urales. Rusia no es más que Occidente, sino un trozo de Occidente que entró en
conflicto con el resto, tal y como sucedió en el siglo XX con otros países
europeos que se enfrentaron entre sí en dos guerras mundiales.
Evidentemente esto
no quita las grandes responsabilidades en este conflicto, pero es un motivo más
para cambiar de actitud: en lugar de impulsar la Tercera Guerra Mundial, que
para Europa sería un auténtico suicidio, deberíamos echar agua al fuego y buscar
caminos viables para poner fin a esta masacre, antes de que la brecha que se
está creando nuevamente entre los pueblos europeos y cristianos se convierta en
un muro infranqueable.