Por Javier Boher
Alfil 20 abril, 2022
Si existen dos
conceptos que generan confusión en una Argentina de iletrados cívicos, esos son
República y Democracia. Por algún proceso histórico no del todo claro es que
los argentinos son incapaces de distinguir a uno del otro. Aunque suelen ir de
la mano, no son lo mismo, y meterlos en la misma bolsa es un error importante.
Esta cuestión sale
de vuelta a la luz por el episodio del Consejo de la Magistratura y el
nombramiento de Horacio Rosatti como su presidente. Tanto kirchneristas como
opositores se señalan argumentando que del otro lado son acólitos de la
monarquía y que desprecian la democracia. Esa intensidad política a partir de
un error conceptual tan grosero hace perder todas las esperanzas de que alguna
vez la clase política se componga.
El razonamiento
del kirchnerista promedio copia los argumentos que difundió Cristina Kirchner
el otro día: a Rosatti lo nombró Macri por decreto, se autovotó como presidente
de la Corte Suprema y firmó el fallo que posteriormente lo convertiría en
presidente del Consejo de la Magistratura. Suena bastante redondo y
cohesionado.
Sin embargo, el
irregular nombramiento que hizo Macri luego fue rectificado por el Senado, el
órgano que tiene a su cargo dicha tarea. La votación de la presidencia de la
Corte no se podía hacer de otra forma, atento al reducido número de jueces que
hoy la integran y que debería subsanarse lo más rápido posible. Lo del Consejo
de la Magistratura tiene que ver con que se habla del presidente de la Corte,
no de Rosatti como individuo, por lo que de ahora en más esa función recaerá
sobre quien ocupe eventualmente esa posición en el máximo tribunal.
Según ese
razonamiento, Rosatti no puede ocupar ese lugar en un órgano al que la mayoría
ingresa por voto popular, con una legitimidad de origen de la que carecen los
cortesanos. Sin elecciones de por medio los kirchneristas entienden que se pone
en juego la democracia y que estamos bajo una monarquía judicial.
Los opositores al
kirchnerismo, por su parte, dicen que la democracia está en riesgo porque la
vicepresidenta descree de la división de poderes, como tantas veces ha dicho.
Según esa visión el sueño de Cristina sería empujarnos a una monarquía
kirchnerista en la que todas las decisiones sean de ella.
Unos y otros están
errados.
En el primer caso
lo que se puede observar es que la división de poderes funciona, lo que es la
base de la República. Que las leyes y el sistema de frenos y contrapesos actúen
son una garantía de que la voluntad del pueblo será finalmente realizada.
Quizás no se hará en los plazos o con las formas con las que desean implantarla
los ocasionales líderes carismáticos que quieren ir más rápido y más en profundidad
que lo que permiten las instituciones, pero esa cuota de mesura es la que le
corresponde poner a la República para defender la supervivencia de la
Democracia.
Los segundos, por
su parte, confunden democracia con monarquía y república. La República es la
que se encarga de poner límites a los que toman decisiones, independientemente
de que sean monarcas o gobernantes electos. Hay, además, monarquías que son
republicanas y democráticas, como el caso de las monarquías europeas. También
hay casos de democracias (pensando estrictamente en el concepto del voto
popular) que no son repúblicas y en las que, por lo tanto, la falta de control
de los actos de gobierno realizados por el poder ejecutivo termina enterrando
lo que arrancó como un gobierno del pueblo.
El republicanismo
le es un concepto esquivo al grueso de la gente, que elige simplificar todo en
el concepto de democracia. Que haya un gobierno que eventualmente se encargue
de realizar la voluntad del pueblo no significa que no haya que establecer resguardos
por si algún otro gobierno intentara beneficiarse exclusivamente y a costa de
cercenar libertades y derechos a los ciudadanos.
El republicanismo
es el verdadero espíritu de los gobiernos del pueblo y para el pueblo,
independientemente de cuánto influye en la toma de decisiones, atento a que
solamente el ejercicio de la democracia puede llevar a regímenes populistas,
despóticos o demagógicos, democracias plebiscitarias que perjudicarían en el
mediano y largo plazo a la gente.
Mucha gente parece
no tener problemas con la existencia de una especie de dictador honorable o un
César democrático, como les gustaba llamar a los gobiernos autoritarios de
fines del siglo XIX en los lugares en los que el republicanismo no había
prendido con tanta fuerza. Acá eso no prendió tanto, quizás porque las
generaciones del ‘37 y del ‘80 tenían muy fresco el recuerdo de Rosas y lo que
pasa cuando se difuminan los límites entre los tres poderes del Estado.
Democracia y república
funcionan mejor cuando van juntas, porque se potencian entre sí. Pedir que se
incremente la primera sin fortalecer la segunda es el típico error de aquellos
a los que les falta coraje para defender un modo de vida que contradiga
abiertamente lo que promulga el poder central. Renunciar a la división de
poderes (aunque sus resultados no sean de nuestro agrado) bajo el pretexto de
que se debilita la democracia es abrir la puerta a un proceso de deterioro que
eventualmente se va a terminar llevando puesto también a ese conjunto que
algunos insisten en llamar pueblo.