Los gobernantes constitucionales de América latina
enfrentan enormes limitaciones que empañan su gobierno y su legado
Andrés Malamud
LA NACION, 18 DE JULIO DE 2017
Algunos intelectuales que escriben sobre política
afirman, con envidiable convicción, que el presidencialismo es equilibrado en
Estados Unidos y exagerado en América latina. Mientras en el Norte funcionan
los frenos y contrapesos, dicen, en el Sur padecemos de hiperpresidencialismo.
Esta creencia se origina en los escritos de Juan Bautista Alberdi y el chileno
Diego Portales, que buscaron adaptar la Constitución norteamericana a las
necesidades de la América española. Y lo hicieron bien. Después pasaron dos
siglos.
En 1787, los patriotas estadounidenses enfrentaban la
amenaza de la tiranía. Para evitar otro rey como el inglés decidieron construir
una presidencia limitada por el Congreso, el Poder Judicial y el sistema
federal. Pero en el siglo siguiente los patriotas sudamericanos enfrentaban, en
vez de la tiranía, la anarquía. Décadas de independencia habían degenerado en
caudillismo y guerra civil. El objetivo de las nuevas constituciones fue
entonces concentrar el poder, no moderarlo. Ahí hunde sus raíces el mito
moderno del hiperpresidencialismo.
Sin embargo, los gobernantes constitucionales de
América latina no son hiperpresidentes. ¡Ya querrían! En realidad, enfrentan
enormes limitaciones que empañan su gobierno y su legado. Enormes y de cuatro
tipos: limitaciones de poder, limitaciones de mandato, limitaciones de la
sucesión y limitaciones de la libertad.
El poder presidencial es más limitado de lo que se
imaginan en las bibliotecas de derecho. Las causas son tres: estructurales, institucionales
y sociales.
Los politólogos brasileños Daniela Campello y César
Zucco estudiaron las causas estructurales y concluyeron que, en los países en
desarrollo, los votantes premian o castigan a sus presidentes por causas ajenas
a la gestión. Su investigación revela que es posible predecir la reelección de
un presidente o de su partido sin apelar a factores domésticos, sino
considerando solamente el precio internacional de las commodities y la tasa de
interés de Estados Unidos.
También hay frenos institucionales para el poder
presidencial. En 2008, una votación no positiva del Senado mostró el límite del
poder de los Kirchner. En Brasil, ningún presidente puede gobernar sin una
coalición parlamentaria. En Colombia, el Poder Judicial liquidó la segunda
reelección de Álvaro Uribe. En toda la región, el presidente es fuerte mientras
los demás poderes lo permitan.
La calle también controla. La ira popular se ha
mostrado efectiva a la hora de enfrentar medidas indeseadas. Para seguir con el
ejemplo de la Argentina en 2008, el voto rebelde del vicepresidente Cobos fue
posible porque se montó sobre la previa movilización ciudadana.
Acotado el poder presidencial, el segundo grupo de
limitaciones apunta al mandato. Desde las transiciones a la democracia, uno de
cada seis presidentes latinoamericanos ha sido incapaz de completar su período
constitucional. El politólogo argentino Aníbal Pérez-Liñán y su colega
estadounidense Kathryn Hochstetler señalan la confluencia de tres factores:
crisis económica, escándalos de corrupción y ruptura de la coalición
gobernante. Esta "tormenta perfecta" fue la que acabó con el mandato
de Dilma Rousseff. Ella había heredado no sólo la presidencia, sino también la
crisis económica y el Lava Jato de su mentor, y al final no tuvo ni los
recursos materiales ni la personalidad para salvar su coalición. Dilma cayó
como antes habían caído Collor de Mello, Bucaram y De la Rúa, para mencionar
sólo algunos. Lo único "híper" de sus presidencias fue la velocidad
con la que dejaron el palacio presidencial al grito de "golpe".
Pero ni Collor ni Dilma fueron víctimas de golpes como
Juan Perón, Salvador Allende o el boliviano Paz Estenssoro. En nuestros días,
las interrupciones presidenciales son civiles y no violentas. Además, las
elites parlamentarias que destituyen a sus presidentes suelen montarse sobre
masivas manifestaciones populares. Y aunque no lo crean los gobernantes
depuestos, la democracia los sobrevive. Esta nueva forma de inestabilidad
presidencial, la interrupción de mandato con ocasional anticipación de
elecciones, muestra rasgos de parlamentarización y no de crisis del
presidencialismo.
Celebrada por algunos como avance democrático y
denunciada por otros como golpe, la caída de un presidente no siempre resuelve
la crisis y a veces la agrava. La interrupción del mandato puede superar la
crisis en la cual está sumergido el presidente, pero no la situación económica
o los problemas democráticos del régimen. Así, quitarle el mandato a Carlos
Andrés Pérez por corrupción no cambió el rumbo del Titanic económico y político
venezolano, y remover a Otto Pérez Molina expresó menor tolerancia hacia la
corrupción en Guatemala, pero no tornó más serio el gobierno del comediante
Jimmy Morales.
En cualquier caso, el mandato de los gobernantes
constitucionales de América latina puede verse acortado por ciudadanos
movilizados y congresos fuertes. Al parecer, el sistema de pesos y contrapesos
funciona mejor que el hiperpresidencialismo.
El tercer grupo de limitaciones presidenciales afecta la
capacidad de imponer un sucesor y controlarlo. La tragedia sucesoria de Lula es
evidente, pero presidentes más personalistas también han fracasado a la hora de
continuarse. Cristina se vio obligada a designar a un candidato que
despreciaba, y encima perdió. Hugo Chávez cedió a la influencia cubana cuando
nombró a Maduro como su delfín, con el resultado de que el régimen terminó
traicionando la democracia y hoy se desfleca. Rafael Correa, exitoso al hacer
elegir a Lenín Moreno, acaba de autoexiliarse en Bélgica mientras tuitea
acusaciones de traición. Todo indica que los hiperpresidentes que no nombran a
la esposa tienen la sucesión corta.
El cuarto grupo de limitaciones afecta la capacidad
ambulatoria de los presidentes después de dejar el cargo. Carlos Andrés Pérez,
otrora prócer de la Internacional Socialista, acabó su vida en el exilio. El
mexicano Salinas de Gortari, el ecuatoriano Bucaram y el boliviano Sánchez de
Lozada sobresalen entre las jaurías de ex presidentes que no pueden volver a
sus países. La prisión acoge a unos cuantos: Menem la sufrió pocos meses,
Fujimori se perpetúa en ella, Ollanta Humala y Lula preparan el catre.
En síntesis, los presidentes latinoamericanos suelen
tener poder limitado, mandato acortado, sucesor renegado y libertad denegada.
El concepto de hiperpresidencialismo constituye una licencia poética en el
mejor de los casos y un error de análisis en el caso más frecuente. Si ustedes
existen, señores hiperpresidentes, den dos golpes en la mesa y hagan un buen
gobierno. En la mesa, dijimos.
Cada vez que un intelectual enojado critica el
hiperpresidencialismo latinoamericano y elogia la institucionalidad de los
países normales, Bush padre e hijo, el matrimonio Clinton y el clan Trump
reprimen una carcajada.