y el relato interminable
POR JORGE MARTÍNEZ
La Prensa,
12.05.2024
Borges citaba
hasta el hartazgo aquella frase de Samuel Taylor Coleridge que recordaba la
“voluntaria suspensión de la incredulidad” implícita en la fe poética. Una idea
aplicada al arte en general y a la literatura en particular, pero que a veces,
demasiadas veces, suele extenderse a otros dominios que no deberían aspirar a
semejante pretensión. Como la política, el periodismo o la historia.
La reflexión
deriva de la lectura de La llamada (Anagrama, 424 páginas) el más reciente
libro de Leila Guerriero. Su tema: un largo retrato biográfico de Silvia
Labayru, hija de un militar retirado en una familia repleta de militares,
egresada del Colegio Nacional Buenos Aires, ex montonera capturada embarazada
en diciembre de 1976 cuando tenía 20 años, detenida en la ESMA donde dio a luz,
liberada en 1978, exiliada en España, acusada de traidora y colaboradora de la
Armada y, ya en el siglo XXI, testigo en los numerosos juicios de lesa
humanidad, incluido el primero que a partir de su denuncia condenó en 2021 a
dos marinos por violaciones sufridas mientras estuvo cautiva.
El asunto aquí no
es la calidad literaria del libro, que la tiene y mucha, como es habitual en
las obras de Guerriero. Tampoco se trata de impugnar la rigurosidad de su
trabajo, sus entrevistas o su investigación, que son admirables aunque
registren ciertas falencias, blancos y omisiones. Ni siquiera importa demasiado
el caso concreto de Labayru, si es una mitómana y una manipuladora como afirma
uno de sus ex esposos, o si su historia amerita el “bruto metejón” que provocó
en Guerriero según propia confidencia.
Más allá de las
personas, lo que tal vez debería importarnos es determinar cuánto de lo que
cree saberse de los años ‘70 deriva de testimonios como el de Labayru. Cuánto
de esa historia oficial, periódicamente actualizada con variaciones de un mismo
tronco narrativo y consagrada ya en innumerables procesos judiciales, responde
a lo que de verdad sucedió en aquel tiempo.
Porque si para
muestra basta un botón, lo que se cuenta en La llamada requiere de una
descomunal “suspensión de la incredulidad” que desbordaría al mismísimo
Coleridge.
EL ENIGMA
Como en una
imperfecta novela policial, sus páginas nos sumergen en un enigma para el que
se ofrecen todas las respuestas posibles, menos una, que está vedada. El enigma
es cómo logró sobrevivir la protagonista al atroz cautiverio que le impusieron
los marinos.
Las respuestas
conjeturadas son varias y de verosimilitud discutible. Pero la más obvia es la
que no se permite que entre en juego: que la protagonista y el resto de los
sobrevivientes del horrendo “campo de concentración” de la Armada están vivos
porque traicionaron a sus antiguos camaradas y colaboraron con sus captores.
Por lo tanto, hay
que “suspender la incredulidad”. A fondo. Y entonces aceptar que quienes
sobrevivieron lo hicieron porque engañaron a temibles torturadores y asesinos
haciéndoles creer —durante uno, dos o hasta cuatro años— que ya no eran
montoneros, que habían dejado atrás su pasado revolucionario, que se habían
regenerado.
Debemos creer que
los marinos eran tan ingenuos que permitieron, por ejemplo, que Labayru llamara
desde la ESMA a algunos conocidos de su cuñada para que ellos a su vez le
avisaran a la mujer, una aguerrida oficial montonera, que no asistiera a
determinada cita porque allí iban a secuestrarla. La entonces “desaparecida”
Labayru incluso pudo solicitar a los marinos que en el operativo participara el
teniente Astiz, uno de sus protectores, porque “no tenía el gatillo tan fácil
como otros” y era bueno tackleando a los montoneros antes de que ingirieran la
reglamentaria pastilla de cianuro con la que se mataban para no caer vivos en
manos del enemigo.
El operativo se
hizo y la cuñada de Labayru, Cristina Lennie, ingirió la pastilla de la muerte.
Su cadáver fue llevado a la ESMA, donde Labayru pudo verlo y se animó a
solicitar al omnipotente Tigre Acosta que entregaran el cadáver a sus
familiares, pedido al que Acosta accedió aunque después la entrega no se
concretó por otras razones.
RARA INGENUIDAD
La ingenuidad
naval no terminaba ahí. Cuando Labayru dio a luz, los marinos entregaron la
bebé a los suegros, y el traspaso cerca del Hospital Militar lo hizo la oficial
montonera de más alto rango capturada en la ESMA, Mercedes Carazo, quien desde
luego, tampoco era traidora ni colaboradora (también ella fingía serlo).
Tres veces los
marinos llevaron a Labayru al exterior (Uruguay, Brasil y México) para que se
viera con su esposo libre y todavía montonero, Alberto Lennie. Ella ni siquiera
intentó fugarse, pese a que en situaciones similares un par de sus compañeros
lo intentaron y lo consiguieron (sus casos los narraría Miguel Bonasso en
Recuerdo de la muerte, de 1984, un libro que hoy se vuelve cada vez más
incómodo para los ex prisioneros de la ESMA).
A todo esto la
joven podía escribir cartas a su esposo, cartas reveladoras de la rutina que
cumplía para sus “jefes” (eran los marinos) y críticas a sus “compañeritos”
(los montoneros) que le tenían envidia porque su suerte estaba mejorando.
(Alberto Lennie prometió mandarle a Guerriero esas cartas de 1977, pero al
final no lo hizo porque “mal usadas son una carnicería para Silvia”).
Hacia el final de
su cautiverio los cándidos marinos aceptaban que Labayru saliera de la ESMA
para dormir en casa de su padre y hasta aceptaban que recibiera allí visitas de
viejos amigos de la “tendencia”. Curiosamente, la dejaban sola y le prestaban
un arma “por un tema de seguridad”.
¿De quién debía
protegerse? De sus antiguos “compañeritos”, evidentemente. Por eso la joven
“desaparecida” les recordaba a sus visitantes que nadie tenía que saber que
estaba viva. Ella sabía muy bien la suerte que corrían los traidores o
desertores de su banda armada.
“Si eras un
montonero y se enteraban de que te estabas por ir de la Argentina, te hacían
una cita y te mataban antes de que llegaras al aeropuerto de Ezeiza”, explica.
Y ella lo sabía porque se lo había confesado el novio de su cuñada, Carlos
Fassano, un temible oficial de la “orga”. “Carlos Fassano era uno de los
ejecutores. Me contó en la cena de Navidad del año 76 que esa semana había
ajusticiado a un chico que se estaba por ir. Lo contaba como quien va al campo
y mata una liebre”.
En ninguna de sus
salidas de la ESMA Labayru mencionó jamás que hubiera sido violada allí dentro
(su primer esposo recuerda que a él le dijo que “por presión” se había hecho
amante de un marino). Tampoco lo hizo cuando recuperó la libertad en 1978, ni
en sus primeras denuncias públicas desde el exilio español ni en sus
testimonios en los iniciales juicios de lesa humanidad. No lo supo el primer
marido que tuvo después de la separación de Lennie (ese hombre creía que había
sufrido el infame “síndrome de Estocolmo”). Y parece que tampoco lo supo el
segundo hombre con el que formó pareja, el padre de su segundo hijo, quien
además no podía creer el extraño régimen de salidas que ella decía que le habían
aplicado en la ESMA.
Guerriero,
metejoneada, trata de justificarla: “’Todo eso que Silvia Labayru dice ahora no
es lo mismo que decía al principio, hace años’, me dice una persona a la que
consulto por un dato. ¿Pero quién dice lo que decía al principio, hace años?”
Cada tanto, hay
que reconocerlo, la autora suelta algunas pistas que podrían conducir a la
respuesta vedada del enigma.
En un pasaje no
sabe cómo preguntarle a Labayru si cuando integraba la inteligencia de
Montoneros habría estado dispuesta a entregar a su familia. La mujer no duda.
“Si lo que me estás preguntando es si yo podría haber entregado a mi propia
familia, pues sí. Claro que hubiera podido”, afirma categórica.
Es decir, podría
haber sido una traidora. Y de su familia de sangre, nada menos. Como lo es
ahora con sus antiguos “jefes” de la ESMA que por algún motivo la dejaron con
vida, y a los que contribuye a hundir con sus testimonios en los interminables
juicios de lesa humanidad.
Dos traiciones
que, se nos asegura, de ningún modo habilitan a pensar que pudo haber una
tercera traición intermedia consumada dentro de la ESMA y contra los
“compañeritos” montoneros.
EL EXILIO
Labayru, que cobró
tres indemnizaciones del Estado argentino por haber estado secuestrada y
exiliada, recuerda varias veces en el libro cuánto padeció los motes de
traidora o de “espía” o de “agente de los servicios” que le endilgaron en los
años del exilio.
La primera
explicación que daba en España de por qué se había salvado jugaba la carta
nazi. Ella era rubia, de ojos azules, muy atractiva y no judía. En virtud de
esas características la habían obligado a fines de 1977 a acompañar al teniente
Astiz (“el Rubio”) a infiltrarse en el grupo de las Madres de Plaza de Mayo.
Reemplazaba a otra cautiva que no daba el perfil, Norma Susana Burgos, que era
(y es) morocha, de ojos negros y tez oscura. Lo llamativo es que pese a esos
rasgos tan poco arios, Burgos consiguió salir con vida de la ESMA y también se
exilió en España. Y no fue la única salvada con ese fenotipo del tercer mundo.
En cualquier caso
el malestar entre los antiguos “compañeritos” no se ha disipado del todo.
Labayru confiesa experimentar, incluso hoy, una “sensación de inquietud
permanente. De si voy a ser entendida. Esta sensación de que alguna gente me ha
perdonado la vida porque declaré en los juicios. A mí eso me parece una
porquería. Y me tengo que callar. ‘No, tú, claro, has hecho declaraciones
importantes.’ ¿Y antes qué, y si no hubiese declarado entonces hubiese ido por
la vida sospechosa para siempre?”
El libro muestra
que entre los guerrilleros sobrevivientes hay “mil facciones” y la fractura
pasa por quién se cree con derecho a calificar al otro de héroe, traidor o
sospechoso.
A costa de los
militares eternamente presos y condenados, Labayru ha empezado a sentir más
confianza después de tantos años de supuesta maledicencia.
“Yo estoy entre
las indultadas, porque me he portado tan bien en todo este tiempo que a ver
quién me dice algo”, desafía. “Ahora me ponen alfombra roja, reconocen que soy
una de las testimoniantes fundamentales de la causa ESMA. Parezco muy
petulante, pero es así. Testimonios que resultaron valiosísimos y judicialmente
intachables. No lloraba, no me iba por las ramas. Pero todavía a algunos se les
escapa eso de ‘vos acompañaste a Astiz’, o ‘los marinos y algunas montoneras
tuvieron relaciones’”.
RESQUEMORES
Pero algún
resquemor subsiste. Consultado por Guerriero, otro montonero sobreviviente de
la ESMA, Martín Gras (el maquiavélico “Chacho” de Recuerdo de la muerte),
eludió responder a sus preguntas. “Si ya está en contacto con Silvia nadie
mejor que ella para relatar/interpretar su propia historia. Tengo como política
testimoniar solamente sobre los verdugos y no sobre las víctimas”, se excusó.
Desorientada,
Guerriero interrogó a Labayru por el silencio de Gras. Ella respondió lo
siguiente: “Yo qué sé, Leila. Entre otras cosas porque sabe que yo sé muchas
cosas que no le gusta que yo sepa, y tiene miedo de que yo pueda no guardar el
silencio revolucionario correspondiente. Esa es una razón, seguro. Luego, si
hay otra, no lo sé. Yo me porté muy bien con él”.
Ni memoria, ni
verdad, ni justicia: “el silencio revolucionario correspondiente”.
“¿Cuántas cosas,
nunca dichas, hay en esta historia?”, se pregunta Guerriero hacia el final del
libro. Se refiere a las asombrosas peripecias de su biografiada. Pero con todo
derecho la duda puede extenderse a la historia increíble que insisten en
contarnos sobre los interminables años 70.