que fusiló a los obreros patagónicos, y la
cadena de venganzas que provocó
Adrián Pignatelli
Infobae, 27 Ene,
2024
Esa mañana de
enero, el barrio de Palermo perdió su tranquilidad habitual. En su local de
avenida Santa Fe y Fitz Roy, el farmacéutico Julio Schectman no pudo hacer nada
para que el teniente coronel Héctor Benigno Varela siguiera con vida. En vano
le aplicó dos inyecciones, el cuerpo tenía 17 heridas, muchas provocadas por
las esquirlas que había despedido una bomba que un anarquista había arrojado a
sus pies. Además, tenía varios impactos de bala de revólver Colt, los más
comprometidos era el del pecho y el que le había afectado la yugular.
Del Regimiento 2,
que estaba cruzando Santa Fe, llegaron con una camilla y llevaron el cuerpo sin
vida al casino de oficiales, donde lo cubrieron con una sábana.
Fue una gran
conmoción. A mitad de la mañana se acercó a la unidad militar el general
Agustín P. Justo, ministro de Guerra, acompañado por Jacinto Fernández, jefe de
policía y otras autoridades. “Esto no quedará impune, el castigo será
ejemplar”, aseguró. Una hora después se hizo presente el presidente Marcelo T.
de Alvear.
Hubo un tumulto
provocado por el joven nacionalista Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley,
miembro de la Liga Patriótica Argentina, que a los gritos amenazó a los
periodistas con dispararles cuando intentaron acercarse a ver al muerto.
Varela había
nacido el 25 de enero de 1875 en la localidad puntana de Renca, una de las más
antiguas de la provincia, de donde eran oriundos tres granaderos que cayeron en
el combate de San Lorenzo. Egresado en diciembre de 1896 del Colegio Militar,
había participado en la revolución radical de 1905 y en enero de 1917 había
sido ascendido a teniente coronel. Dos años después estuvo involucrado en la
represión durante la Semana Trágica.
Cuando a fines de
1921 estalló un conflicto entre obreros patagónicos y sus patrones estancieros,
Varela -viejo conocido de Hipólito Yrigoyen- fue enviado por el gobierno como
mediador, tarea que creyó haber cumplido cuando regresó a Buenos Aires. Sin
embargo, la patronal había desconocido lo acordado y nuevamente los
trabajadores retomaron las medidas de fuerza.
Varela entonces
fue nuevamente comisionado a la Patagonia al frente de 150 hombres
pertenecientes al Regimiento 10, y unos 50 del 2. Costó reunir a los soldados,
ya que era tiempo de baja de conscriptos y los que ingresaban no tenían aún
instrucción. Asistido por miembros de la Liga Patriótica Argentina de Río
Gallegos, adoptó otra postura: la de perseguir, capturar y realizar
fusilamientos en masa de obreros. Pegarles cuatro tiros, es lo que ordenaba
cuando le informaban de alguna captura de trabajadores.
Centenares fueron
pasados por las armas y otros degollados y eran obligados a cavar su propia
fosa. No hubo un registro minucioso de las muertes, y se calcula que Varela
ordenó la ejecución de entre 1000 y 1500 personas, entre ellas la del
entrerriano José Font, alias Facón Grande, un líder entre la peonada que se
entregó cuando le aseguraron que respetarían su vida; otros tantos fueron
detenidos. Las tumbas quedaron desperdigadas en la soledad patagónica, muchas
de ellas sin cruces y con los años, algunos despojos se dejaban ver en la
superficie.
Con la
satisfacción del deber cumplido, luego de ser homenajeado por los estancieros
en el sur, Varela regresó a Buenos Aires donde imaginó una recepción oficial a
toda pompa acorde a los resultados obtenidos. Pero fue ninguneado por el
gobierno de Yrigoyen, y su ministro de Guerra lo hizo esperar interminables
horas antes de atenderlo y de pedirle un informe por escrito. Nadie quería
quedar asociado a la masacre que había cometido y no hubo autoridad que se
hiciese cargo.
En el congreso
hubo fuertes debates, y se denunció que Varela carecía de las atribuciones de
juzgar, condenar y menos de aplicar ejecuciones sumarias. El bloque radical de
diputados frenó la creación de una comisión investigadora.
A los meses Varela
-convencido de haber cumplido con su deber- fue nombrado director de la Escuela
de Caballería en Campo de Mayo, y el ascenso que esperaba a coronel quedaría
cajoneado en el Senado. Ni una vez muerto lo conseguiría.
Kurt Gustav
Wilckens había nacido en Alemania en 1886. Pacifista y vegetariano, se había
dedicado a la jardinería. Había emigrado a Estados Unidos donde tomó contacto
con grupos anarquistas y fue deportado cuando participó de manifestaciones
obreras. En 1920 vino a Buenos Aires, donde se ganó la vida en varios trabajos,
como el de estibador en el puerto y trabajador en chacras en la zona de
Cipolletti.
Cuando se enteró
de los fusilamientos de los obreros, decidió hacer justicia por mano propia.
Como ignoraba cómo se armaba una bomba, un compañero anarquista le proveyó de
una.
Ese jueves 25 de
enero de 1923 Wilckens salió temprano de la pensión donde vivía y se dirigió en
tranvía, que tomó en Entre Ríos y Constitución, a Plaza Italia. En su mano
llevaba un paquete. Simulando leer un diario, aguardó pacientemente en el
número 2493 de la calle Fitz Roy que apareciese el militar, que vivía en el
2463. A las 7 y media lo vio en la puerta en compañía de una niña, pero
inmediatamente volvió a entrar. Cuando salió, cerca de las ocho, lo hizo solo.
En el momento en
que iba a arrojarle la bomba, se cruzó una nena de 10 años; Wilckens la apartó,
la nena corrió y el explosivo detonó. Las esquirlas hirieron a Varela, que
atinó a apoyarse en un árbol, porque le había afectado sus piernas. Mientras se
deslizaba por el tronco, intentó desenvainar su sable.
Wilckens, con su
peroné fracturado porque las esquirlas también lo habían alcanzado, sacó un
revólver Colt y le vació el tambor. Un disparo impactó en el pecho del militar
y otro en la yugular.
El anarquista
quiso escapar, pero estaba muy herido y se dejó detener. “He vengado a mis
hermanos”, le dijo al agente de policía Nicasio Serrano, de la comisaría 31ª.
El alemán le tendió el revólver Colt que había usado. Serrano lo golpeó en la
boca y le propinó un rodillazo en la entrepierna. Y junto a otro compañero, lo
llevaron a la rastra a la comisaría, donde hubo que protegerlo porque ya se
habían congregado militares para hacer justicia por mano propia.
La viuda, Mercedes
Giovaneli, y sus ocho hijos, se encerraron en su casa. Desde el zaguán, el
mayor Jorge Giovaneli, cuñado del muerto, explicó a los periodistas que el
militar siempre recibía amenazas pero que nunca había solicitado custodia.
Fue velado en el
Círculo Militar, donde concurrió el ex presidente Yrigoyen acompañado por sus
ex ministros. Cuando llegó Alvear, se retiró. Luego el cuerpo fue llevado a su
casa y posteriormente se le practicó la autopsia.
Wilckens fue
encerrado en la Penitenciaría Nacional y Millán Témperley decidió, a su vez,
vengar la muerte del militar, de quien era pariente lejano y había sido
subalterno.
El 15 de junio, se
hizo pasar por guardiacárcel y mató a Wilckens en su celda de un disparo de
fusil Máuser. Cuando la condena a cadena perpetua era un hecho, lo hicieron
pasar por insano, y lo internaron en el Hospicio de la Merced, más conocido
como el manicomio de Vieytes. Le recomendaron fingir locura y le aseguraron que
al poco tiempo quedaría libre.
Mientras tanto, en
el penal de Ushuaia, el anarquista ruso Boris Wladimirovich, afectado por la
muerte de Wilckens, decidió a su vez tomar venganza. Sabía que si lograba
convencer a las autoridades del penal de que estaba loco de remate, lo
encerrarían en una celda del manicomio de Vieytes, tal como era el procedimiento,
y tendría oportunidad de matar a Millán Témperley.
Su cometido lo
logró, pero a medias. Fue trasladado pero lo encerraron en un pabellón
distinto, porque desconocía que su blanco gozaba de un trato preferencial.
Luego de convencer a Lucich de que debía ser el brazo ejecutor, le dio un
revólver que amigos anarquistas habían logrado hacerle llegar.
El 9 de noviembre
de 1925 Millán Témperley esperaba que Lucich le sirviera el desayuno, pero
éste, apuntándole con un arma, le dijo que “Esto te lo manda Wilckens” y le
disparó. Murió al día siguiente.
Wladimirovich, el
instigador, falleció al tiempo. Había quedado paralítico por los malos tratos
recibidos, y Lucich moriría en el Borda, años después, lo que sería la última
muerte de una larga cadena que había comenzado con la violenta represión a los
obreros, que solo reclamaban mejoras en sus condiciones de trabajo.