(Ecuador, sólo una muestra)
POR DANIEL ZOLEZZI
La Prensa,
16.01.2024
Hace tiempo que la
respuesta de los Estados para con los grupos delictivos de alta organización,
internacionalmente extendidos e importante potencia militar, es anticuada e
ineficaz. Creer que se los puede combatir sólo con Códigos Penales es, en el
mejor de los casos, pecar de ingenuidad.
En Ecuador, los
ejércitos narco han dado al Estado un golpe tan fuerte como un golpe de Estado.
Si no intentan esto último, es porque a sus conductores no les interesa. No
soportarían la luz del sol. Prefieren que sean los partidos los que gobiernen y
moverse a su sombra.
La fuerza del
narcotráfico como factor de poder a escala planetaria es inmensa. De vivir
Lassalle, estudioso de tales factores, de seguro le hubiera dedicado un
capítulo a este nuevo poder, de alcance global. Cuyos tentáculos unen altísimos
ingresos con poder de fuego y hombres de paja en cargos públicos de relevancia.
Oponérsele, escapa
a las previsiones del derecho penal liberal, del que estamos lejos de renegar.
Pero resulta que éste fue pensado para sujetos que podían caer en el delito, no
para organizaciones internacionales cuyo fin es, justamente, delinquir.
Así es que, en
diversos países, se recurre a las Fuerzas Armadas para luchar contra ellas.
Pero esa colaboración se presta, aún con particularidades, dentro del marco de
las normas penales que rigen en cada uno de ellos.
Allí, el nudo de
la cuestión. La guerra se rige por sus leyes, no por códigos penales. Amén de
lo cual, la que el narcotráfico libra contra los Estados -y que éstos son
remisos en responder- no es un enfrentamiento convencional. Lo que la sitúa
fuera de las leyes que rigen las guerras.
GUERRILLEROS Y
SICARIOS
Carl Schmitt, en
su estudio sobre el guerrillero, decía que éste, como combatiente clandestino
que es, “…no goza de los derechos del combatiente, es un criminal común y se lo
puede juzgar con procedimientos sumarios y medidas represivas”. Considérese
además que, mal que mal, el guerrillero aun combatiendo irregularmente –sin que
esto lo excuse– lo hace, al menos, por motivos ideológicos. Lo que no sucede
con el sicario.
Lo que pasó ahora
en Ecuador, ocurrió en Brasil, al menos en 2006, cuando el Primer Comando de la
Capital (que no es un cuerpo de ejército, sino el sindicato del crimen) declaró
la guerra a la ciudad, disparando a mansalva y poniendo bombas a su antojo. En
ese entonces, un coronel de la Policía Militar admitió ante el periodismo la
gran verdad que no se dice: “Estamos en guerra contra los criminales”. Algo
bastante parecido está pasando ahora en Rosario, con riesgo de extenderse a
otros puntos del país.
Para responder a
la permanente agresión narco, el Congreso tiene la llave maestra. Puede
autorizar al Poder Ejecutivo a declararle la guerra, facultad que le confiere
el art. 75 inc. 25 de la Constitución. Porque el texto constitucional no obsta
a que se declarare la guerra a un enemigo interno, como lo es el narcotráfico.
El gobierno, si se decidiera a tomar el toro por las astas y lo propusiese al
Congreso debería contar con el apoyo de la bancada peronista. Porque el
peronismo aprobó, en 1951, la Ley 14.062 que declaró el Estado de Guerra
Interna. Entonces lo hizo por causas políticas, más que discutibles; hoy podría
hacerlo por motivos mucho mejores, por el resguardo de la ciudadanía ante la
guerra que le han declarado las bandas criminales. Gobierno y oposición tienen
pues, en sus manos, la herramienta constitucional.