Pablo Ramella
Los católicos, en su afán de combatir al liberalismo han arremetido muchas veces contra la democracia, estableciendo entre ambos sistemas una similitud que no existe. Desde luego, que esa falsa posición corresponde a los católicos no suficientemente instruidos o disciplinados en la doctrina oficial de la Iglesia que, por supuesto, jamás incurrió en semejantes errores.
La democracia, en el sentido auténtico de la palabra, es una forma de gobierno. El liberalismo es una idea política, según la cual el hombre debe estar independizado del Estado y éste y aquél igualmente independizados de Dios. La democracia se refiere a la estructura del Estado, es uno de los modos arquitecturales que, como ya lo previó el genio de Aristóteles, puede tener el Estado. El liberalismo es una postura, es una actitud del hombre frente al Estado y frente a Dios. Cabe, pues una democracia inficionada de liberalismo donde se proclame la autonomía del hombre y del Estado y se postule la soberanía del pueblo, fuente de todo derecho. Cabe, también, una democracia ennoblecida de cristianismo donde se proclame la dependencia del hombre y del Estado a Dios, fuente de toda razón y justicia (preámbulo de la Constitución argentina).
Los enemigos de Dios y de la Iglesia han disfrazado su posición liberal bajo la máscara de la democracia y muchos católicos se han complacido en combatir la máscara, sin llegar a la entraña del problema y haciéndose pasibles, con razón, del mote de antidemocráticos, con lo que hacían el juego al liberalismo. El principal cargo que se puede hacer a esos católicos es que, al no distinguir o no señalar con fuerza la distinción entre la democracia y liberalismo, han provocado en la masa popular, poco propensa a separar la acción de los católicos y la de la Iglesia, una reacción anticristiana. Captar las tendencias nobles o sanas de la masa y saturarlas de cristianismo es uno de los deberes más urgentes de los católicos, realizando en la práctica los nítidos y claros postulados de la Iglesia. La Iglesia de ningún modo ha condenado la democracia y sí ha condenado el liberalismo, por los que los católicos que anatematizaron la democracia no fueron fieles a las directivas ni al pensamiento de aquélla.
Saber distinguir entre lo dañoso y lo inocuo, separar las corrientes ideológicas perniciosas de las saludables, es tarea del que pretende dirigir multitudes, eligiendo aquellas noblemente inspiradas, y que, satisfaciendo al pueblo, ni lo degraden ni lo esclavicen.
En este mismo orden de ideas afirma Luigi Sturzo que si bien es cierto que la Iglesia ha proclamado su indiferencia respecto a los regímenes políticos, no hay que olvidar que no hay forma sin materia para recibirla y ser contenida en ella, y ya que la materia de las formas políticas modernas está señalada por todas las teorías erróneas sobre las cuales están edificadas, es fácil cuando se critican los regímenes que desagradan, de pasar de su contenido a la forma política y de atribuir a ésta la incompatibilidad con la doctrina cristiana de su contenido o de las teorías sobre las cuales se edifica. La crítica a los regímenes democráticos en cuanto a la naturaleza y al uso de la libertad, y al carácter de la autoridad, se ha hecho más fácil en razón de que los pensadores y los filósofos de la democracia política moderna en su mayor parte son contrarios a una concepción cristiana de la sociedad. La democracia, que es forma, admite diversos contenidos ideológicos, como el vaso de cristal recibe en su seno transparente el veneno que mata, el vino que embriaga o el licor que cura. Por eso se explica que ciertos católicos al condenar a las democracias de contenido liberal, no han reparado que sus defectos y errores no provenían de la forma democrática sino del liberalismo que la corroía.
Parece imposible que después de haber dado León XIII su Encíclica Libertas (1888), pudiera existir duda alguna sobre el pensamiento de la Iglesia acerca del liberalismo ni sobre su exacto significado. La palabra del Papa ha sido poco oída y eso indica que no ha de cansarse el pensador católico en repetirla incansablemente para que, aun bajo otra forma y desde distinto ángulo, adquiera resonancia. Bien distingue el Sumo Pontífice los conceptos de libertad y de liberalismo.
El liberalismo confunde la libertad con una desenfrenada licencia y en sus tres grados es igualmente condenable. El liberalismo exagerado es la consecuencia moral y sociológica de la filosofía naturalista y racionalista.
Igualmente merecen condenación el liberalismo moderado que admite el sometimiento a Dios, pero sólo por las leyes que imponga la razón natural; y el liberalismo más moderado, que reconoce que se deben regir por las leyes de Dios la vida y las costumbres de los particulares, pero no la de los Estados. El liberalismo aparece así en su desnuda realidad, en su verdadera esencia y ése es el que condena la Iglesia.
Nunca, en cambio, la Iglesia ha condenado la democracia. León XIII, en la Encíclica Inmortale Dei proclama:
“La autoridad política no está de suyo necesariamente vinculada a ningún régimen de gobierno, puede tomar una u otra forma, con tal de que ésta sea apta para procurar el bien y la utilidad pública”.
“La justicia no tolera, pues, que se recrimine a hombres cuya piedad es conocida y que están dispuestos a aceptar con docilidad las decisiones de la Santa Sede, por tener diferencias en estos puntos de que hablamos. Y sería aún una injusticia mayor si se les acusase de apóstatas o sospechosos en la fe, como más de una vez lo hemos tenido que lamentar”. Y como para que no haya duda de ninguna especie, en la Encíclica Libertas afirma: “Tampoco constituye una actitud ilícita, el preferir para el Estado una organización de carácter democrático, con tal que se respete la doctrina católica sobre el origen y el ejercicio del poder”.
(Textos extractados del Cap. V, de “La estructura del Estado”; edición del autor, Buenos Aires, 1946, págs. 157/194)
Los católicos, en su afán de combatir al liberalismo han arremetido muchas veces contra la democracia, estableciendo entre ambos sistemas una similitud que no existe. Desde luego, que esa falsa posición corresponde a los católicos no suficientemente instruidos o disciplinados en la doctrina oficial de la Iglesia que, por supuesto, jamás incurrió en semejantes errores.
La democracia, en el sentido auténtico de la palabra, es una forma de gobierno. El liberalismo es una idea política, según la cual el hombre debe estar independizado del Estado y éste y aquél igualmente independizados de Dios. La democracia se refiere a la estructura del Estado, es uno de los modos arquitecturales que, como ya lo previó el genio de Aristóteles, puede tener el Estado. El liberalismo es una postura, es una actitud del hombre frente al Estado y frente a Dios. Cabe, pues una democracia inficionada de liberalismo donde se proclame la autonomía del hombre y del Estado y se postule la soberanía del pueblo, fuente de todo derecho. Cabe, también, una democracia ennoblecida de cristianismo donde se proclame la dependencia del hombre y del Estado a Dios, fuente de toda razón y justicia (preámbulo de la Constitución argentina).
Los enemigos de Dios y de la Iglesia han disfrazado su posición liberal bajo la máscara de la democracia y muchos católicos se han complacido en combatir la máscara, sin llegar a la entraña del problema y haciéndose pasibles, con razón, del mote de antidemocráticos, con lo que hacían el juego al liberalismo. El principal cargo que se puede hacer a esos católicos es que, al no distinguir o no señalar con fuerza la distinción entre la democracia y liberalismo, han provocado en la masa popular, poco propensa a separar la acción de los católicos y la de la Iglesia, una reacción anticristiana. Captar las tendencias nobles o sanas de la masa y saturarlas de cristianismo es uno de los deberes más urgentes de los católicos, realizando en la práctica los nítidos y claros postulados de la Iglesia. La Iglesia de ningún modo ha condenado la democracia y sí ha condenado el liberalismo, por los que los católicos que anatematizaron la democracia no fueron fieles a las directivas ni al pensamiento de aquélla.
Saber distinguir entre lo dañoso y lo inocuo, separar las corrientes ideológicas perniciosas de las saludables, es tarea del que pretende dirigir multitudes, eligiendo aquellas noblemente inspiradas, y que, satisfaciendo al pueblo, ni lo degraden ni lo esclavicen.
En este mismo orden de ideas afirma Luigi Sturzo que si bien es cierto que la Iglesia ha proclamado su indiferencia respecto a los regímenes políticos, no hay que olvidar que no hay forma sin materia para recibirla y ser contenida en ella, y ya que la materia de las formas políticas modernas está señalada por todas las teorías erróneas sobre las cuales están edificadas, es fácil cuando se critican los regímenes que desagradan, de pasar de su contenido a la forma política y de atribuir a ésta la incompatibilidad con la doctrina cristiana de su contenido o de las teorías sobre las cuales se edifica. La crítica a los regímenes democráticos en cuanto a la naturaleza y al uso de la libertad, y al carácter de la autoridad, se ha hecho más fácil en razón de que los pensadores y los filósofos de la democracia política moderna en su mayor parte son contrarios a una concepción cristiana de la sociedad. La democracia, que es forma, admite diversos contenidos ideológicos, como el vaso de cristal recibe en su seno transparente el veneno que mata, el vino que embriaga o el licor que cura. Por eso se explica que ciertos católicos al condenar a las democracias de contenido liberal, no han reparado que sus defectos y errores no provenían de la forma democrática sino del liberalismo que la corroía.
Parece imposible que después de haber dado León XIII su Encíclica Libertas (1888), pudiera existir duda alguna sobre el pensamiento de la Iglesia acerca del liberalismo ni sobre su exacto significado. La palabra del Papa ha sido poco oída y eso indica que no ha de cansarse el pensador católico en repetirla incansablemente para que, aun bajo otra forma y desde distinto ángulo, adquiera resonancia. Bien distingue el Sumo Pontífice los conceptos de libertad y de liberalismo.
El liberalismo confunde la libertad con una desenfrenada licencia y en sus tres grados es igualmente condenable. El liberalismo exagerado es la consecuencia moral y sociológica de la filosofía naturalista y racionalista.
Igualmente merecen condenación el liberalismo moderado que admite el sometimiento a Dios, pero sólo por las leyes que imponga la razón natural; y el liberalismo más moderado, que reconoce que se deben regir por las leyes de Dios la vida y las costumbres de los particulares, pero no la de los Estados. El liberalismo aparece así en su desnuda realidad, en su verdadera esencia y ése es el que condena la Iglesia.
Nunca, en cambio, la Iglesia ha condenado la democracia. León XIII, en la Encíclica Inmortale Dei proclama:
“La autoridad política no está de suyo necesariamente vinculada a ningún régimen de gobierno, puede tomar una u otra forma, con tal de que ésta sea apta para procurar el bien y la utilidad pública”.
“La justicia no tolera, pues, que se recrimine a hombres cuya piedad es conocida y que están dispuestos a aceptar con docilidad las decisiones de la Santa Sede, por tener diferencias en estos puntos de que hablamos. Y sería aún una injusticia mayor si se les acusase de apóstatas o sospechosos en la fe, como más de una vez lo hemos tenido que lamentar”. Y como para que no haya duda de ninguna especie, en la Encíclica Libertas afirma: “Tampoco constituye una actitud ilícita, el preferir para el Estado una organización de carácter democrático, con tal que se respete la doctrina católica sobre el origen y el ejercicio del poder”.
(Textos extractados del Cap. V, de “La estructura del Estado”; edición del autor, Buenos Aires, 1946, págs. 157/194)