200 AÑOS DE LA
INDEPENDENCIA ARGENTINA
Aica, 6-7-16
Congreso de Tucumán: Se emanciparon del rey, pero no
de su Dios
La declaración de la independencia argentina sitúa al
Congreso de 1816 en la línea divisoria de la historia patria, en el paso de la
adolescencia a la edad madura de la autodeterminación. El camino iniciado el 25
de mayo de 1810 cobró su sello de autenticidad. Los congresistas de Tucumán
supieron responder a la esperanza que los argentinos habían puesto en ellos y
cumplieron con su deber declarando la Independencia.
El desinterés, heroísmo y patriotismo de esos hombres,
al encarar con audacia una empresa superior a los escasos elementos materiales
que se poseían en aquellos tiempos angustiosos fue muy grande y su franca
religiosidad quedó de manifiesto, no solo porque más de la tercera parte de sus
integrantes fuesen sacerdotes, sino porque todos sus componentes eran públicos
sostenedores de los mismos valores religiosos.
Claramente lo expresó el presidente Nicolás Avellaneda
al decir: “El Congreso de Tucumán se halla definido por estos dos rasgos
fundamentales. Era patriota y era religioso, en el sentido riguroso de la
palabra; es decir, católico como ninguna otra asamblea argentina. Su
patriotismo ostenta sobre sí el sello inmortal del acta de la independencia, y
su catolicismo se halla revelado casi día por día en las decisiones o en los
discursos de todos los que formaban la memorable asamblea. Los congresistas se
emanciparon de su rey, tomando todas las precauciones para no emanciparse de su
Dios y de su culto… Querían conciliar la vieja religión con la nueva patria”.
En un escenario adverso
El panorama interno de las Provincias Unidas del Río
de la Plata en 1816 no podía ser más sombrío. Las provincias del Litoral bajo
la influencia del caudillo oriental José Gervasio Artigas, que se extendió
hasta Córdoba, se negaron a acatar toda autoridad nacional de tal modo que la
Banda Oriental (hoy República Oriental del Uruguay), Entre Ríos, Corrientes,
Santa Fe y Misiones no mandaron diputados al Congreso.
A esta realidad del ámbito nacional se agrega un
difícil panorama internacional como la invasión portuguesa a la Banda Oriental
en 1816 y la toma de Montevideo al siguiente año. Lo que disminuía la
posibilidad de contener la proyectada invasión de los ejércitos españoles al
Río de la Plata. El Norte, a causa del desastre de Sipe-Sipe, quedaba abierto a
la invasión española, dependiendo las esperanzas de salvación del valor de
Güemes y sus gauchos
La situación externa era aún más grave para la causa
de la Independencia: la política de la Santa Alianza y la nueva expedición
militar preparada en España eran hechos que auguraban el fin de nuestra
emancipación.
“Fue -explica el padre Cayetano Bruno- la declaración
de la independencia una obra por muchos conceptos temeraria e incomprensible,
fruto más bien de la clarividencia y de la fe en Dios de aquellos insignes
varones, que no la consecuencia de una situación reinante en el país ni fuera
de él. La actitud decididamente favorable de San Martín y Belgrano iba a
garantizar, por otra parte, su mantenimiento”.
En este contexto, contra viento y marea, se convoca a
las provincias a que envíen diputados al Congreso que se realizará en la ciudad
de San Miguel de Tucumán. Congreso que pasó a la historia como “congreso de
Tucumán” y que más bien debiera denominarse Congreso General 1816-1820, ya que
sesionó en Tucumán desde el 24 de marzo de 1816 hasta el 4 de febrero de 1817 y
ante el avance realista por el norte, el 23 de septiembre de 1816 se dispuso su
traslado a Buenos Aires, donde el Congreso se reunió nuevamente en sesión
preliminar el 19 de abril de 1817. Su reapertura oficial tuvo lugar el 12 de
mayo de 1817 y sesionó hasta el 11 de febrero de 1820, cuando se interrumpieron
sus actividades como consecuencia de la derrota de Rondeau en Cepeda.
Diputados sacerdotes y abogados
Pronto comenzaron a ser electos en las provincias los
diputados que se reunirían en Tucumán para inaugurar un nuevo congreso
constituyente. La elección recayó casi siempre en sacerdotes y en abogados,
todos hombres de fe y públicos sostenedores de la religión católica.
Entre las instrucciones que las provincias -no todas-
daban a sus diputados, se encontraba la de “declarar la absoluta independencia
de España y de sus reyes”.
Como ya se dijo, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y la
Banda Oriental decidieron no enviar representantes. Tampoco asistirían
diputados del Paraguay y del Alto Perú, con excepción de Chichas o Potosí,
Charcas (Chuquisaca o La Plata) y Mizque o Cochabamba.
De los siete diputados elegidos por Buenos Aires, dos
eran sacerdotes: el franciscano fray Cayetano José Rodríguez y el doctor
Antonio Sáenz. Completaban la representación, Tomás Manuel de Anchorena, José
Darragueira, Esteban Agustín Gascón, Pedro José Medrano, hermano menor del
primer obispo de Buenos Aires independiente, y Juan José Paso, patriota de los
primeros días.
Por Catamarca, los diputados fueron sacerdotes: Manuel
Antonio Acevedo y José Eusebio Colombres a quien, a propuesta del presidente
Urquiza, el papa Pío IX designó obispo de Salta en diciembre de 1858, pero no
llegó a ser consagrado pues falleció en Tucumán en febrero de 1859.
Córdoba nombró cuatro diputados, entre ellos el
presbítero Miguel Calixto del Corro, que no firmó el acta de la independencia
por haberle confiado el Congreso una misión ante Artigas. Los otros diputados
cordobeses fueron: José Antonio Cabrera, Eduardo Pérez Bulnes y Jerónimo
Salguero de Cabrera y Cabrera.
Jujuy envió a Teodoro Sánchez de Bustamante y Mendoza
a Juan Agustín Maza y al joven Tomás Godoy Cruz, hombre de confianza de San
Martín y su vocero en la asamblea.
El único diputado que nombró La Rioja fue el insigne
sacerdote Pedro Ignacio de Castro Barros.
Quedaron en la memoria especialmente los
representantes de San Juan: Francisco Narciso Laprida y fray Justo de Santa
María de Oro, futuro obispo de San Juan.
Representó a San Luis, Juan Martín de Pueyrredón, que
al ser elegido por el Congreso director supremo de las Provincias Unidas, cesó
en el cargo de diputado.
Santiago del Estero estuvo representada por dos
sacerdotes: Pedro León Gallo y Pedro Francisco de Uriarte. También Tucumán
envió al Congreso dos sacerdotes: Pedro Miguel Aráoz y José Ignacio Thames.
Por Charcas participó el presbítero Felipe Antonio de
Iriarte, que no firmó el acta de la independencia por haberse incorporado al
Congreso recién el 6 de septiembre de 1816. Participaron también, Mariano
Sánchez de Loria, abogado entonces y futuro sacerdote, José Mariano Serrano y
José Severo Feliciano Malabia.
Por Chibchas fue diputado el presbítero Andrés Pacheco
de Melo; representó a Cochabamba el médico Pedro Carrazco y por Mizque el
abogado Pedro Ignacio de Rivera.
Por Salta fueron diputados el doctor en teología José
Ignacio de Gorriti y Mariano Boedo.
Las edades de los congresistas iban de los 25 años de
edad, como es el caso de Godoy Cruz, hasta los 63 que ostentaban tanto Uriarte
como Rivera. El mismo Narciso Laprida, que bastante maduro aparece en sus tan
variados retratos, frisaba apenas los treinta.
Curas de aldea pero ilustrados y rectos
Como se ve claramente la presencia sacerdotal en el
Congreso de 1816 fue notable. De los 33 diputados, 12 eran sacerdotes al inicio
de las sesiones. Otro diputado, Mariano Sánchez de Loria, se ordenó sacerdote
en 1817 cuando murió su esposa. Mientras que otros clérigos se incorporaron al
Congreso con posterioridad a julio de 1816, tal los casos de Felipe Antonio de
Iriarte, Diego Estanislao de Zavaleta, Domingo Victorio de Achega, Luis José de
Chorroarín, Gregorio Funes, y José Benito Lascano.
Otro clérigo que marcó su presencia en el Congreso, no
como diputado sino como prosecretario de la Asamblea fue el presbítero tucumano
José Agustín Molina, que se convertiría en 1836 en el primer gobernador
eclesiástico de Tucumán en calidad de vicario apostólico de la diócesis de
Salta y elevado a la dignidad episcopal.
El haber elegido las provincias a tantos clérigos, se
debió no sólo al hecho de constituir los sacerdotes el sector más culto de la
sociedad, sino también a la situación angustiosa que vivía el país, para cuya
solución la clerecía inspiraba mayor confianza por su rectitud y ascetismo.
Bien está decir entonces, tomándole la idea a
Pueyrredón, que el de Tucumán fue un congreso de doctores, ya en leyes, ya en
teología.
Otra vez las palabras de Nicolás Avellaneda son
precisas al describirlos: “Fueron curas de aldeas los que declararon a la faz
del mundo la independencia argentina, pero eran hombres ilustrados y rectos. No
habían leído a Mably ni a Rousseau, a Voltaire y a los enciclopedistas; no eran
sectarios de la Revolución Francesa, y esto mismo hace más propio y meditado su
acto sublime. Pero conocían a fondo la organización de las colonias, habían
apreciado con discernimiento claro los males de la dominación española y
llevaban dentro de sí los móviles de pensamiento y de voluntad que inducen a
acometer las grandes empresas”.
Las actas del Congreso
Las actas de las sesiones públicas –no así las
secretas- del Congreso, se extraviaron hace muchos años, pero felizmente la
posteridad pudo enterarse del “día por día” de las sesiones tucumanas, en su
parte esencial, gracias a “El Redactor del Congreso Nacional”, periódico que la
corporación resolvió editar y cuyo redactor fue el fraile franciscano Cayetano
Rodríguez con la colaboración de su amigo el sacerdote Molina.
Las sesiones preparatorias comenzaron el 24 de marzo
de 1816, y la inauguración fue al día siguiente, fiesta de la Encarnación del
Señor. Reunidos los diputados imploraron la luz al Espíritu Santo en el templo
de San Francisco, en medio de las aclamaciones del pueblo. Concluida la
ceremonia, pasaron al domicilio del diputado Pedro Medrano a prestar aquel
triple juramento, en cuya fórmula se destaca el primero, por su significación,
en cuanto da una idea clara del valor que atribuía a la defensa de la religión:
“¿Juráis a Dios Nuestro Señor y prometéis a la Patria conservar y defender la religión
Católica Apostólica Romana?”.
Cabe destacar también, las tareas diplomáticas
llevadas a cabo por dos sacerdotes: Pedro Ignacio de Castro Barros, a quien el
Congreso encomendó marchar a Salta para influir en el ánimo del general Martín
Miguel de Güemes, en bien de la unidad de la patria. Sus gestiones fueron
exitosas y determinaron que, en mayo, se lo eligiera presidente. El otro fue
Miguel Calixto del Corro que debió abandonar Tucumán para conquistar el ánimo
del general José Gervasio Artigas, privándose de la gloria de firmar el acta de
la Independencia.
El acto trascendental del Congreso se cumplió el 9 de
julio. De los 29 diputados que firmaron el Acta de la Independencia, once eran
sacerdotes: Manuel Antonio de Acevedo, José Eusebio Colombres, Pedro Ignacio de
Castro Barros, Antonio Sáenz, Fray Cayetano Rodríguez, Pedro José Miguel Aráoz,
José Ignacio Thames, Pedro León Gallo, Pedro Francisco Uriarte, Fray Justo de
Santa María de Oro y José Andrés Pacheco de Melo.
Al día siguiente hubo misa de acción de gracias en San
Francisco, y oración patriótica pronunciada por el diputado Castro Barros. La
jura de la independencia por los miembros del Congreso se realizó el 21 de
julio.
Otras resoluciones
Una vez proclamada la independencia de las Provincia
Unidas, en las sesiones posteriores, los congresales deliberaron sobre otras
cuestiones que consideraban necesarias para la “conveniencia y necesidad
espiritual del Pueblo”, como expresó Castro Barros en la sesión del 19 de
agosto, al hacer mención a la falta de obispos y a la necesidad de reanudar las
relaciones con Roma.
A tal punto preocupaba esta cuestión que el mismo
doctor Juan José Paso llegó a expresar que “si llegase el caso de faltarnos
obispos y se allanara el enemigo a franquearnos uno, debíamos admitirlo, aunque
fuese opuesto a nuestro actual sistema, tomando todas las precauciones que no
nos dañase con su influjo”. Consecuente con esta posición, el Congreso concedió
la libertad al obispo de Salta, Videla del Pino, detenido por contrario a la
causa de la Independencia.
Otra de las resoluciones fue la adopción definitiva de
la bandera creada por Manuel Belgrano; asunto que se resolvió el 25 de julio de
1816 a moción de Juan José Paso.
Mérito de fray Justo de Santa María de Oro fue la
propuesta presentada el 14 de septiembre, para que se eligiese “por patrona de
la independencia de América a Santa Rosa de Lima. La propuesta fue “sancionada
por aclamación”.
Valoración posterior del Congreso
La declaración de la independencia fue recibida con
particular entusiasmo por parte de la población, pero dos razones influyeron
para que comenzara a desdibujarse en la memoria colectiva: no se fijó de
inmediato la fecha de los festejos anuales y el mismo Congreso careció desde un
principio de la aceptación generalizada que era dado esperar.
Sin embargo, la Iglesia muy pronto adhirió a ella. Por
decreto del provisor de Buenos Aires, Domingo Victorio Achega, del 10 de
octubre de 1816, se dispuso incluir a Santa Rosa de Lima en el sufragio de los
Santos; agregar en la oración colecta de las misas solemnes, después del nombre
del Papa, el del gobernante de la nación, y rezar en las parroquias los
domingos las letanías de los Santos, con la advocación: “Dígnate, Señor, afianzar
nuestra independencia: Te rogamos óyenos”.
En cambio, la legislación civil fue más remisa en
conmemorar la independencia. Recién por decreto del 6 de julio de 1826 de
Bernardino Rivadavia, el 9 de julio se consideraba “feriado”, es decir, “día de
feria, día de trabajo”, con la única demostración pública de las “tres salvas
de costumbre por la fortaleza, baterías y escuadra nacional, con iluminación en
la víspera y en el día”.
Posteriormente a lo decretado por Rivadavia, el
Gobernador don Juan Manuel de Rosas, el 11 de junio de 1835, igualaba las
fiestas del 25 de Mayo y del 9 de Julio en los honores oficiales: “En lo
sucesivo, el día 9 de julio será reputado como festivo de ambos preceptos, del
mismo modo que el 25 de mayo; y se celebrará en aquel (9 de Julio), misa
solemne con Tedeum en acción de gracias al Ser Supremo por los favores que nos
ha dispensado”. Así consta en el Registro Oficial de la República Argentina.
Intentos por ocultar la participación de los
sacerdotes
La extraordinaria participación de sacerdotes en el
Congreso, influyó para que la propaganda liberal de fines del siglo XIX, en
años de duros enfrentamientos con la Iglesia, le restara trascendencia con la
intención de ocultar la participación de tantos sacerdotes en el Congreso. “La
generación del 80 -afirma el padre Guillermo Furlong-, que entre nosotros
comenzó su guerra de zapa contra el catolicismo poco después de Caseros, se
esforzó por magnificar la Asamblea del año XIII y minimizar el Congreso del año
XVI…; y si bien se hacía referencia a él, era aislado de todo lo religioso; y
en las pinturas y en los famosos relieves de Lola Mora, si aparece alguno que
otro sacerdote, estas figuras eclesiásticas, lejos de representar el treinta y
ocho por ciento, parecía representar un dos por ciento o menos aún”.
En los últimos años esta postura ha sido sometida a
revisión y hoy nadie discute seriamente la trascendencia de dicho Congreso,
destacándose como elemento determinante la selección de los diputados, quienes
por su formación y altura moral mostraron criterios uniformes en lo fundamental
y voluntad decidida por asegurar el bien común del país.
Al punto que puede decirse, con palabras de Ambrosio
Romero Carranza, que “felizmente, siempre hubo unanimidad entre los
congresistas de Tucumán, en que la forma de Estado de las provincias del Plata
fuese cristiana. Todos, sin excepción, unos con más fuerza que otros, hicieron
firmes, claras y sinceras declaraciones de la necesidad de unir, en nuestra
patria, los principios cristianos con los principios políticos”.
Documento de la Conferencia Episcopal Argentina
“La familia argentina agradece, una vez más, la
providencial Declaración de la Independencia de 1816” -escribieron
recientemente los obispos argentinos en su último documento “Bicentenario de la
Independencia. Tiempo para el encuentro fraterno de los argentinos”- La nación
independiente y libre, añade el documento episcopal, se gestó en una pequeña
provincia de la Argentina profunda. Los congresales llegados de lugares tan
distantes hicieron de una "casa de familia" un espacio fecundo. Esta
casa, lugar de encuentro, de diálogo y de búsqueda del bien común, es para
nosotros un símbolo de lo que queremos ser como Nación”.