Por Nicolás Márquez
11 julio, 2016
Darío Lopérfido, hombre de la noche, la procacidad y
el rock and roll, poco o nada tiene que ver ideológicamente con el que
suscribe. Fue Secretario de Cultura del gobierno radical de Fernando de la Rúa
(sin siquiera haber terminado el polimodal) y ahora, no sabemos bien tampoco
por qué mérito ni con qué pergamino, fue nombrado por el nuevo gobierno como Ministro
de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, cargo que ejerció durante este año y
hasta su reciente renuncia.
Aclarada la desconfianza que nos despierta el
personaje, ahora no tenemos menos que solidarizarnos profusamente con él. No
sólo tuvo la valentía de decir la verdad (hábito infrecuente en una clase
dirigente signada por la cobardía y el correctivismo político) sino que por no
mentir, fue obligado por el endemoniado lobbie progresista (tanto el que opera
desde la oposición como desde el seno mismo del oficialismo) a renunciar al
cargo con que el poco confiable Rodríguez Larreta lo había designado.
¿Pero qué cuernos dijo Lopérfido como para merecer
tamaña presión “destituyente”?. Pues sólo dijo algo oficialmente documentado
del derecho y del revés: que los terroristas desaparecidos durante el último
gobierno de facto no fueron 30 mil y que esa cifra confirmadamente mentirosa
“se arregló en una mesa cerrada” para “conseguir subsidios”.
Los número le dan la razón a Lopérfido
Los primeros
datos oficiales que produjo el Estado argentino fueron los resultados de la
CONADEP alfonsinista, la cual en libro Nunca Más publicado en los años 80´
contabilizó 8.961 desaparecidos. Cifra artificialmente inflada que luego hubo
que morigerar.
En efecto, andando los años y ante los evidentes errores
obrantes en el listado primigenio, durante el régimen kirchnerista la nómina
fue “revisada” y “depurada” por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación,
a la sazón manejada por Eduardo Luís Duhalde y Rodolfo Mattarollo, ambos ex
integrantes en los años 70´ de la organización infanticida ERP (Ejército
revolucionario del Pueblo) y miembros a fines de los 80´ del Movimiento Todos
por la Patria, banda de asesinos liderada por el homicida Enrique Gorriarán
Merlo que atentara contra el cuartel de La Tablada en 1989.
Prontuarios al margen, lo cierto es que el nuevo
listado que se pulió en el año 2006 contabilizó un total de 7.158 desaparecidos
(los correspondientes al gobierno militar son 6.447 y el resto pertenece al
período anterior gobernado por el Partido Justicialista). Empero, numerosas
irregularidades continuaban abultando los guarismos. A modo de ejemplo, hay 873
casos en los que tan sólo figura un nombre, sin indicar siquiera el
correspondiente número de documento de identidad y muchas decenas más se
corresponden con guerrilleros no
desaparecidos sino muertos en combate o asesinados por las propias
organizaciones terroristas mediante “juicios revolucionarios”: la casuística de
errores voluntarios e involuntarios es tan extensa que no podemos detallarla
aquí, pero que tanto en mi libro La Mentira Oficial como en otras publicaciones
posteriores se supieron desenmascarar categóricamente.
Vale consignar que no sólo la CONADEP y la Secretaría
de Derechos Humanos de la Nación han ejecutado informes al efecto, sino que
otras entidades (todas de extrema izquierda y por ende insospechadas de
simpatizar con los militares) también efectuaron sus propios listados y de los
mismos nos encontramos con un denominador común: ninguno de los listados
publicados se acerca siquiera al 30% del fetiche numérico de los 30.000.
En los
años `80 la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos tenía datos sobre 6000
desaparecidos. Amnistía Internacional por su parte sostenía que la cantidad no
superaba los 4000. La OEA no reconocía más que 5000 y la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) alegó recoger la cifra de 5.580.
A
estos datos deberíamos adicionar los revelados recientemente por la ex miembro
de la CONADEP y madre de un terrorista desaparecido Graciela Fernández Meijide,
quien tras confirmar que los desaparecidos fueron la quinta parte de lo que
dice la propaganda hegemónica esta se preguntó: “¿Con qué derecho [se habla de
30.000 desaparecidos] ¿Porque es un símbolo? Están los mitos, pero quien hace
historia tiene responsabilidad política. Debe decir la verdad”.
Una fuente no menor para continuar probando la
falsedad del mito de los 30.000 la constituye el REDEFA (Registro de Fallecidos
de la ley 24.411). Allí se manejó no sólo el listado de desaparecidos sino
además la nómina de los terroristas abatidos en combate por las fuerzas
legales, cuyos familiares de los delincuentes accedieron a la desvergonzada
indemnización estatal: hasta abril de 2010, el premio de marras fue otorgado a
los herederos de 7.500 desaparecidos y guerrilleros muertos en combate. Empero,
la cifra de 7.500 tampoco sería del todo acertada, ya que engloba tanto a
desaparecidos como a muertos en combate, que claramente no son lo mismo.
¿Una discusión necesaria o improductiva?
La discusión sobre si los desaparecidos fueron 30 mil
o 6000 lejos de ser una polémica estéril nos parece esencial: afirmar la cifra
primero supone que los militares salieron a “matar a cualquiera”. En cambio
sostener lo segundo (que se acerca a la cifra verdadera) nos confirmaría que,
salvo excepciones muy aisladas, durante la guerra antisubversiva los militares
sólo se limitaron a matar a los integrantes de las estructuras terroristas,
algo que además fue no pocas veces confesado por los propios integrantes de las
organizaciones terroristas y sus aliados colaterales:
“Habrá alguno que otro desaparecido que no tenía nada
que ver pero la inmensa mayoría eran militantes y la inmensa mayoría eran
montoneros . Yo sé como vivieron ellos. A mí me hubiera molestado muchísimo que
mi muerte fuera utilizada en el sentido de que un pobrecito dirigente fue
llevado a la muerte” confirmó ante el periodista español Jesús Quinteros Mario
Firmennich, cabeza de Montoneros (reportaje publicado el 17 de marzo de 1.991
en el diario Página/12).
En cuanto al margen de error que eventualmente pudo
haber existido (propio e inherente a toda guerra), advertimos que si bien es imposible
suponer que en diez años de guerra civil no haya existido tal cosa, queda claro
que los mismos fueron sumamente exiguos, meramente aislados y muy inferiores a
los guarismos normalmente existentes en guerras tanto civiles como
tradicionales.
¿Qué el método empleado fue “cruel”?. Esa es una
discusión aparte, en la cual los buenistas van a decir que se debió proceder de
otro modo y en cambio los realistas, dirán que no había otras alternativas al
respecto.
Pero polémicas colaterales al margen, lo objetivamente
cierto es que Darío Lopérfido sólo dijo la verdad, toda la verdad y nada más
que la verdad, y justamente por aferrarse a ella fue amonestado de un cargo que,
haya sido ejercido con idoneidad o no, fue expulsado por no sumarse a la
mentira impuesta por el establishment derechohumanista:
¿No es hora de que el nuevo gobierno deje de temerle
al catecismo fabricado por los amigos de los guerrilleros y empiece a defender
a sus funcionarios toda vez que éstos osen contradecir la farsa historietística
del pasado?. ¿No se había prometido acabar con el “curro de los derechos
humanos”?. Interesa la pregunta por qué el mentado “curro” no sólo consiste en
robar (tal como Hebe de Bonafano nos puede dar testimonio) sino también en
mentir, y no sumarse a la mentira no puede ser motivo alguno para expulsar a un
funcionario de su cargo sino todo lo contrario: habría que expulsar a todo
aquel que mienta, o sea que en el tema que nos ocupa habría que destituir a
todo aquel que afirme que hubo 30 mil desaparecidos.
Finalmente, incurriríamos en un acto de injusticia si
más allá de las diferencias aclaradas ut supra respecto de Lopérfido, no
culmináramos estas líneas manifestando no sólo nuestra solidaridad para con él
(dada la injusta situación que acaba de padecer), sino nuestro reconocimiento
por no haberse sometido a la comodidad de repetir acríticamente el relato de la
corporación de progresistas mentirosos que no sólo nos quiere imponer un pasado
ficcionario sino que encima pretende condicionar el presente.