a propósito de un debate entre tradicionalistas
Fernando Romero
Moreno
Crítica Revisionista, 19 de julio de 2016
El 9 de julio de 1816, en un Congreso mayoritariamente
católico y monárquico, se declaró la Independencia de las Provincias Unidas del
Río de la Plata, del Rey de España y de todos sus sucesores, agregando días más
tarde (a instancias de Don Pedro Medrano), la expresión: “y de toda dominación
extranjera”.
El Manifiesto que el mismo Congreso hiciera redactar
en 1817, aunque tiene un fundamento histórico falso – la leyenda negra, que
esgrimían también algunos “realistas criollos” –, explica bien las razones
jurídicas de tan importante decisión. Se afirma allí que no fue algo apresurado
ni opuesto al diálogo con la Corona, sino una medida tomada “in extremis” al
cerrarnos Fernando VII cualquier clase de negociación que no fuera sobre la
base de la rendición total, absurda para quienes se habían mantenido fieles al
Rey – algunos con sinceridad, otros de modo sólo formal- durante seis largos
años. Explicaciones total o parcialmente similares a ésta las dieron en su
momento el Padre Chorroarín, Mariano Moreno, Carlos María de Alvear, Domingo
Matheu, el Padre Castañeda, Tomás Manuel de Anchorena y Juan Manuel de Rosas,
entre otros.
Toda sedición separatista contra la autoridad
legítimamente constituida es, en general, contraria al orden moral natural.
Pero hay una excepción: cuando se trata del último recurso contra una tiranía.
Y ese es nuestro caso. Una tiranía que, por cierto, no se constituyó como tal
en un día, sino que fue formándose de modo progresivo a partir de la asunción
de Felipe V como primer Rey Borbón de las Españas (1713) hasta terminar con el
claro despotismo de Carlos IV y Fernando VII. En dicha génesis coinciden graves
injusticias por parte de la Corona como otras tantas cometidas por el ilegítimo
Consejo de Regencia y las Cortes de Cádiz (1810- 1814).
Según algunos historiadores (Furlong, Diaz Araujo), el
pacto de vasallaje que unía América con la Corona era bilateral y
sinalagmático, lo que liberaba por su
incumplimiento a una de las partes. La tesis contraria (Ullate Fabo, Corsi
Otálora, Julio González) aduce que las tropelías y atropellos que en realidad
veníamos padeciendo desde la llegada de los Borbones en 1713 (Utrecht, Tratado
de Permuta, Guerras Guaraníticas, Expulsión de los Jesuitas, Conferencia de
Bayona, oposición de la Corona a las ofertas rioplatenses de 1814 y 1815, apoyo
a la ocupación portuguesa de la Banda Oriental) justificarían sí la rebelión,
más no la independencia (promovida por los ingleses, según ellos). Y esto
porque la Corona era garantía de unidad (el mayor de los bienes comunes según
Santo Tomás) y de Tradición (el bien común acumulado).
Frente a los que piensan de ese modo y sostienen que
los fueros (en este caso, los americanos), al no ser respetados por el
Rey, podían dar lugar a una legítima
rebelión o al no cumplimiento de sus órdenes, más no a la Independencia,
decimos que la misma estaba justificada porque esos mismos hechos graves no
sólo eran contrarios al derecho positivo vigente sino también a la ley natural.
Y ésta desconoce “dependencias absolutas y sin límites” de gobiernos o
comunidades políticas. Así lo esgrimieron varios protagonistas de Mayo del Año
X como del Congreso de Tucumán de 1816, quienes se apoyaron en “la ley natural
y el derecho de gentes”. Probablemente no fue igual la situación en Venezuela
en 1811 y sí en cambio la de México en 1821.
¿Qué norma de derecho natural podía justificar la
Independencia, más allá de lo que se interprete sobre el estatuto de autonomía
de 1519 y su relación o no con aquélla? Pues el universal “ius resistendi”, el
derecho de resistencia a la opresión, en la convicción de que la Corona, además
de casi un siglo de daños irreparables a los Reinos de Indias, ya no
garantizaba ni la unidad ni la paz, y menos el bien común acumulado, como luego
tuvieron que sufrirlo en carne propia, “realistas” ejemplares como Francisco Xavier de Elío, fusilado en España
durante el trienio liberal (1820- 1823)
o los carlistas a partir de 1833. Esto, al no ser algo evidente por sí
mismo, requiere argumentación y debemos reconocer que la opinión contraria no
carece de fundamentos serios. Por lo tanto nos parece que ambas posturas – la
nacionalista y la contraria – responden a visiones respetables y opinables. Es
más, afirmamos que no hay nada de traición a la Patria en tradicionalistas
opuestos a la Revolución de Mayo o a la Declaración de la Independencia, y sí
la hay en “patriotas” que quisieron convertirnos en un dominio colonial de Gran
Bretaña (Alvear) o aprovechar el proceso que hubo entre la Autonomía (1810) y
la Independencia (1816) para imponer un terrorismo jacobino y subversivo
(Mariano Moreno).
En todo caso, lo que nosotros reivindicamos es la
Independencia como derecho concreto y no en base a principios revolucionarios
abstractos como el de las “nacionalidades” o el falso del surgimiento de una
“nueva” y gloriosa nación. Una Independencia sin desprecio del bien común
acumulado o Tradición (unidad católica, patria y nación histórico-
tradicionales, régimen mixto de gobierno, autonomía municipal, representación
con mandato imperativo, cultura hispano- criolla, proteccionismo industrial) y
con fidelidad a la Hispanidad.
Una Independencia con el “espíritu” de la
reclamada “autonomía” de 1810 y alejada de una ruptura absoluta con la
Península. Como, por ej. la que San Martín intentó realizar en 1821, al proponer una alianza de alta política,
ofreciendo al Virrey de la Pezuela primero y al Virrey De la Serna después, la
instalación de una monarquía católica
independiente para el Perú, Chile y el Río de la Plata (Conferencia de
Punchauca y gestiones preliminares), con un Príncipe de la Casa de Borbón a la
cabeza (Don Carlos, hermano de Fernando VII, heredero legítimo de la Corona y
más tarde primer rey del tradicionalismo carlista), con principios opuestos a
los de la Revolución Francesa (como le escribiera al Arzobispo Las Heras) y un
convenio de “doble ciudadanía” con ventajas
comerciales para España.
Todo con el fin de que volvieran a reunirse “las
familias y los intereses”, según sus propias palabras. Por donde se lo mire,
algo absolutamente contrario a los intereses de Inglaterra y de la Masonería
(al menos en el Río de la Plata, Perú y México), sociedad secreta esta última
funcional a la Corona británica, de la cual uno de sus dirigentes máximos en
Lima (Valdés) fuera clave en la oposición a la propuesta sanmartiniana. Valdés
era un militar “realista” que estaba en conexión con la logia masónica de
Julián Álvarez en Buenos Aires, también al servicio de la Pérfida Albión. Una
Independencia que, vale la pena aclararlo, no terminó cuando triunfamos de
manera definitiva frente a Fernando VII (1824) sino que necesitó ser defendida
luego contra Brasil (1825- 1828), Francia (1838- 1842), y Francia y Gran Bretaña aliadas (1845-
1848), en el marco ya de la Confederación Argentina, alabada por San Martín en
la persona de Rosas, tanto por la defensa del Orden como de nuestra Soberanía
Política.
Esa Independencia puede no compartirse en tanto decisión prudencial,
pero es falso sostener que fuera un juego de los políticos ingleses (aliados a
España desde 1808 y a quienes sólo preocupaban la “libertad de comercio” y una
eventual desunión de los pueblos americanos), y de quienes decía el Libertador
en 1816 que “nada podemos esperar de ellos”, sosteniendo luego, en 1829, que
había que oponerse al “círculo británico” que rodeaba a Rivadavia. Y una
Independencia, en fin, hecha reafirmando la Realeza Social de Nuestro Señor
Jesucristo, como lo dice el Manifiesto de 1817.
La Independencia del Río de la Plata y del Perú no
habrá sido lo ideal, pero tal vez sí el único bien posible, dadas las
circunstancias. Las causas de la “implosión” de las Españas tienen causas más
serias y profundas. Las “independencias americanas” fueron una de sus muchas
consecuencias y deben analizarse por separado. Porque no son iguales las
figuras de Miranda, Nariño, Bolívar, San Martín o Ithurbide, ni las razones y los
hechos más característicos de lo sucedido en Caracas, Tucumán, Lima o México
entre 1811 y 1824. En todo caso, varias de las naciones que surgieron de las
independencias, al no poderse conservar la unión de las Españas ni lograr una
unidad política hispanoamericana, adquirieron también, con el tiempo, una
legitimidad de ejercicio, al forjar comunidades políticas católicas,
respetuosas del bien común, fieles a la Hispanidad y en algunos casos, victoriosas frente al imperialismo
anglosajón. Por caso, México con Ithurbide, la Argentina con Rosas, Ecuador con
García Moreno o Uruguay con Idiarte Borda. Y con epopeyas similares a las del
carlismo, como la de los Cristeros mexicanos (contra el liberalismo masónico) y
la de los “cristeros” cubanos (contra el marxismo). Legitimidad que honra a las
nuevas naciones hispanoamericanas, sin menoscabo del lícito deseo de una mayor
unión continental, como así también de una defensa de la Hispanidad, desde
España hasta Filipinas y desde Los Ángeles hasta Tierra del Fuego
Anexos documentales
Adjuntamos al
escrito anterior algunos documentos, tanto de la Revolución de Mayo como de la
Independencia, que corroboran nuestra tesis acerca de que la misma se realizó
respecto del Rey pero no de la Hispanidad como comunidad de pueblos unidos por
la misma religión y similares tradiciones
Voto del P. Chorroarín en el Cabildo Abierto del 22 de
Mayo de 1810
“Que bien
consideradas las actuales circunstancias, juzga conveniente al servicio de
Dios, del Rey y de la Patria se subrogue otra autoridad a la del excelentísimo
Virrey, debiendo recaer el mando en el excelentísimo Cabildo, en el interín se
dispone la erección de una Junta de Gobierno…” (Voto del P. Luis José de
Chorroarín en el Cabildo Abierto del 22 de Mayo de 1810)
Juramento de los miembros de la Primera Junta
“Desempeñaar
lealmente el cargo y conservar íntegra esta parte de América a nuestro Soberano
y guardar puntualmente las leyes del Reino” (25 de mayo de 1810).
Cornelio Saavedra
“No queremos seguir la suerte de España ni ser
dominados por los franceses, hemos resuelto reasumir nuestros derechos y
conservarnos por nosotros mismos” (Cornelio Saavedra, en palabras dichas al
Virrey Cisneros, mayo de 1810).
“…un heroico esfuerzo se propuso vengar tantas
desgracias, enseñando al opresor general de la Europa, que el carácter
americano opone a su ambición una barrera más fuerte que el inmenso piélago que
ha contenido hasta ahora sus empresas…” (Primera Junta, Proclama y
reglamentación de la Milicias, 29 de Mayo de 1810)
“El sistema robesperriano que se quería adoptar (…),
la imitación de revolución francesa que intentaba tener por modelo gracias a
Dios que han desaparecido (…). Los pueblos deben comprender ya que la Ley y la
Justicia son únicamente las reglas que dominan: que las pasiones, los odios y
particulares intereses eran (…) diametralmente opuestas al ejercicio de las virtudes” (Cornelio
Saavedra, Carta del 15 de enero de 1811)
“¿Consiste la felicidad general en adoptar la más
grosera e impolítica democracia? ¿Consiste en que los hombres hagan impunemente
lo que su capricho o ambición les sugiere? ¿Consiste en atropellar a todo
europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste
en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar? ¿Consiste en la
libertad de religión? (…) Si en eso consiste la felicidad general, desde luego
confieso que ni la actual Junta provisoria, ni su presidente tratan de ella; y
lo que más añado que tampoco tratarán mientras les dure el mando” (Cornelio
Saavedra, carta del 17 de junio de 1811)
Domingo Matheu
“Como
vimos que en España todo eran intrigas en los hombres que debían salvar la
patria, empezamos a desconfiar de todos: y más cuando los que componían la
Junta Central fueron echados la mayor parte por picardías e intrigas, y que los
pocos que se pudieron unir nombraron un Consejo de Regencia, sin intervención
de las demás provincias, y empezaron a dar empleos a troche y moche por las
Américas, no los quisimos reconocer. Puesto que declaradas las Américas parte
integral de la monarquía, ¿qué derecho tenían tres hombres, desconocidos de la
gran parte libre, para gobernarla desde un peñasco?”
“Diremos a
posteriori que no hubo revolución sino un movimiento popular; lo que hubo fue
una necesidad social y doméstica para asegurar la personalidad pública, y en
cuanto al exterior por el comercio o subsistencia comercial, porque entonces
toda transformación o reforma serían revoluciones, la suspicacia y egoísmo de
los mandones sin título ni base a que referirse fueron la causa del trastorno,
de la lucha y de los movimientos” (Domingo Matheu, Memorias)
Manifiesto al Mundo del Congreso de Tucumán (1817)
“Fuimos
atacados en el año 1806: una expedición inglesa sorprendió y ocupó la Capital
de Buenos Aires por la imbecilidad e impericia del Virrey, que aunque no tenía
tropas españolas, no supo valerse de los recursos numerosos que se le brindaban
para defenderla. A los cuarenta y cinco días recuperamos la Capital, quedando
prisioneros los ingleses con su General, sin haber tenido en ello la menor
parte el Virrey. Clamamos a la Corte por auxilios para librarnos de otra nueva
invasión que nos amenazaba, y el consuelo que se nos mandó fue una escandalosa
real orden en que se nos previno que nos defendiésemos como pudiésemos. El año
siguiente fue ocupada la Banda Oriental del Río de la Plata por una expedición
nueva y más fuerte; sitiada y rendida por asalto la plaza de Montevideo; allí
se reunieron mayores fuerzas británicas y se formó un armamento para volver a
invadir la Capital, que efectivamente fue asaltada a pocos meses, mas con la
fortuna de que su esforzado valor venciese al enemigo en el asalto, obligándolo
con tan brillante victoria a la evacuación de Montevideo y de toda la Banda
Oriental.
No podía presentarse ocasión más halagüeña para
habernos hecho independientes, si el espíritu de rebelión o de perfidia
hubieran sido capaces de afectarnos, o si fuéramos susceptibles de los
principios sediciosos y anárquicos que se nos han inspirado. Pero ¿a qué acudir
a estos pretextos? Razones muy plausibles tuvimos entonces para hacerlo.
Nosotros no debíamos ser indiferentes a la degradación en que vivíamos. Si la
victoria autoriza alguna vez al vencedor para ser árbitro de los destinos, nosotros
podíamos fijar el nuestro, hallándonos con las armas en la mano, triunfantes y
sin un regimiento español que pudiese resistirnos; y si ni la victoria ni la
fuerza dan derecho, era mayor el que teníamos para no sufrir más tiempo la
dominación de España.
Las fuerzas de la Península no nos eran temibles, estando
sus puertos bloqueados y los mares dominados por las escuadras británicas. Pero
a pesar de brindarnos tan placenteramente la fortuna, no quisimos separarnos de
España, creyendo que esta distinguida prueba de lealtad mudaría los principios
de la Corte y le haría conocer sus verdaderos intereses.
¡Nos engañábamos miserablemente y ríos lisonjeábamos
con esperanzas vanas! España no recibió tan generosa demostración como una
señal de benevolencia, sino como obligación debida y rigorosa. La América
continuó regida con la misma tirantez, y nuestros heroicos sacrificios
sirvieron solamente para añadir algunas páginas a la historia de las
injusticias que sufrimos.
Este es el estado en que nos halló la revolución de
España. Nosotros acostumbrados a obedecer ciegamente cuanto allá se disponía,
prestamos obediencia al Rey Fernando de Barbón, no obstante que se había
coronado, derribando a su Padre del Trono por medio de un tumulto suscitado en
Aranjuez. Vimos que seguidamente pasó a Francia; que allí fue detenido con sus
Padres y Hermanos, y privado de la corona que acababa de usurpar. Que la Nación
ocupada por todas partes de tropas Francesas se convulsionaba, y entre sus
fuertes sacudimientos y agitaciones civiles eran asesinados por la plebe
amotinada varones ilustres que gobernaban las Provincias con acierto, o servían
con honor en los ejércitos. Que entre estas oscilaciones se levantaban en ellas
Gobiernos, y titulándose Supremo cada uno se consideraba con derecho para
mandar soberanamente a las Américas. Una Junta de esta clase formada en Sevilla
tuvo la presunción de ser la primera que aspiró a nuestra obediencia; y los
Virreyes nos obligaron a prestarle reconocimiento y sumisión. En menos de dos
meses pretendió lo mismo otra Junta titulada Suprema, de Galicia; y nos envió
un Virrey con la grosera amenaza de que vendrían también treinta mil hombres si
era necesario. Erigióse luego la Junta Central, sin haber tenido parte nosotros
en su formación, y al punto la obedecimos cumpliendo con celo y eficacia sus
decretos. Enviamos socorros de dinero, donativos voluntarios, y auxilio de toda
especie para acreditar que nuestra fidelidad no corría riesgo en cualesquiera
prueba a que se quisiese sujetarla.
Nosotros habíamos sido tentados por los agentes del
Rey José Napoleón, y alagados con grandes promesas de mejorar nuestra suerte si
adheríamos a su partido. Sabía mas que los españoles de la primera importancia
se hablan declarado ya por él; que la Nación estaba sin ejércitos y sin una
dirección vigorosa tan necesaria en los momentos de apuro. Estábamos informados
que las tropas del Río de la Plata, que fueron prisioneras a Londres, después
de la primera expedición de los ingleses, hablan sido conducidas a Cádiz y tratadas
allí con la mayor inhumanidad; que se hablan visto precisadas a pedir limosna
por las calles para no morir de hambre; y que desnudas, sin auxilio alguno,
hablan sido enviadas a combatir contra los franceses. Pero en medio de tantos
desengaños permanecimos en la misma posición, hasta que ocupando los Franceses
las Andalucías, se dispersó la Junta Central.
En estas circunstancias se publicó un papel sin fecha,
y firmado solamente por el Arzobispo de Laodicea, que había sido presidente de
la extinguida Junta Central. Por él se ordenaba la formación de una Regencia, y
se designaban tres miembros que debían componerla. Nosotros no pudimos dejar de
sobrecogernos con tan repentina como inesperada nueva. Entramos en Cuidado, y
temimos ser envueltos en las mismas desgracias de la Metrópoli. Reflexionamos
sobre su situación incierta, y vacilante, habiéndose ya presentado los
franceses a las Puertas de Cádiz, y de la Isla de León: recelamos de los nuevos
reo gentes, desconocidos para nosotros, habiéndose pasado a los franceses, los
españoles de más crédito, disuelta la Central, perseguidos y causados de
traición sus individuos en papeles públicos. Conocíamos la ineficacia del
decreto publicado por el arzobispo de Laodicea, y sus ningunas facultades para
establecer la Regencia; ignorábamos si los franceses se hablan apoderado de
Cádiz, y consumada la conquista de España, entretanto que el papel había venido
a nuestras manos; y dudábamos que un Gobierno nacido de los dispersas
fragmentos de la Central no corriese pronto la misma suerte que ella. Atentos a
los riesgos en que nos hallábamos, resolvimos tomar a nuestro cargo el cuidado
de nuestra seguridad, mientras adquiríamos mejores conocimientos del estado de
España, y se conciliaba alguna consistencia su Gobierno. En vez de lograrla,
vimos caer luego la Regencia y sucederse las mudanzas de Gobierno de unas a las
otras en los tiempos de mayor apuro.
Entretanto nosotros establecimos nuestra Junta de
Gobierno a semejanza de las de España. Su institución fue puramente provisoria,
y a nombre del cautivo rey Fernando. El virrey don Baltasar Hidalgo de Cisneros
expidió a los Gobernadores para que se preparasen a la guerra civil, y armasen
unas Provincias contra otras. El Río de la Plata fue bloqueado al instante por
una Escuadra; el Gobernador de Córdoba empezó a organizar un ejército; el de
Potosí el Presidente de Charcas hicieron marchar otro a los confines de Salta;
y el Presidente del Cuzco, presentándose con otro tercer ejército sobre las
márgenes del Desaguadero, hizo un armisticio de cuarenta días para
descuidarnos; y antes de terminar éste, rompió las hostilidades, atacó nuestras
tropas y hubo un combate sangriento en que perdimos más de mil y quinientos
hombres. La memoria se horroriza de recordar los desafueros que cometió
entonces Goyeneche en Cochabamba. ¡Ojala fuera posible olvidarse de este
americano ingrato y sanguinario; que mandó fusilar el día de su entrada al
honorable Gobernador Intendente Antesana; que presenciando desde los balcones
de su casa este inicuo asesinato, gritaba con ferocidad a la tropa que no le
tirase a la cabeza porque la necesitaba para ponerla en una pica; que después
de habérsela cortado, mandó arrastrar por las calles el yerto tronco de su
cadáver, y que autorizó a sus soldados con el bárbaro decreto de hacerles
dueños de vidas y haciendas, dejándolos correr con esta brutal posesión muchos
días!
La posteridad se asombra de la ferocidad con que se
han encarnizado contra nosotros unos hombres interesados en la conservación de
las Américas; y nunca podrá admirar bastantemente el aturdimiento con que han
pretendido castigar un paso que estaba marcado con sellos Indelebles de
fidelidad y amor. El nombre de Fernando de Barbón precedía en todos los
decretos del Gobierno y encabezaba sus despachos, el Pabellón español tremolaba
en nuestros buques y servia para inflamar nuestros soldados. Las Provincias
viéndose en una especie de orfandad por la dispersión del Gobierno Nacional,
por la falta de otro legítimo y capaz de respetabilidad, se había levantado un
Argos que velase sobre su seguridad; y las conservase intactas para presentarse
al cautivo rey, si recuperaba su libertad. Era esta medida imitación de la
España, incitada por la declaración que hizo a la América parte integrante de
la monarquía, e igual en los derechos con aquélla; y había sido antes
practicada en Montevideo por consejo de los mismos españoles.
Nosotros ofrecimos continuar los socorros pecuniarios
y donativos voluntarios para proseguir la guerra, y publicamos mil veces la
sanidad de nuestras intenciones, y la sinceridad de nuestros votos. La Gran
Bretaña, entonces tan benemérita de la España, interponla su mediación y sus
respetos, para que no se nos diese un tratamiento tan duro y tan acerbo. Pero
estos hombres, obcecados en sus caprichos sanguinarios, desecharon la mediación
y expidieron rigurosas órdenes a todos los Generales para que aprestasen más la
guerra y los castigos: se elevaron por todas partes los cadalsos y se apuraron
los inventos para afligir y consternar.
Ellos procuraron entonces dividirnos por quantos
medios han estado a sus alcances, para hacernos exterminar mutuamente. Nos han
suscitado calumnias atroces atribuyéndonos designios de destruir nuestra
sagrada Religión, abolir toda moralidad, y establecer la licenciosidad de
costumbres. Nos hacen una guerra religiosa, maquinando de mil modos la
turbación y alarma de conciencias, haciendo dar decretos de censuras
eclesiásticas a los Obispos españoles, publicar excomuniones, y sembrar por
medio de algunos confesores ignorantes doctrinas fanáticas en el Tribunal de la
penitencia. Con estas discordias religiosas han dividido las familias entre si;
han hecho desafectos a los padres con los hijos; han roto los dulces vínculos
que unen al marido con la esposa; han sembrado rencores y odios implacables
entre los hermanos más queridos, y han pretendido poner toda la naturaleza en
discordia.
Ellos han adoptado el sistema de matar hombres
indistintamente para disminuirnos, y a su entrada en los pueblos han arrebatado
hasta a los infelices vivanderos, y los han ido fusilando uno a uno. Las
ciudades de Chuquisaca y Cochabamba han sido algunas veces los teatros de estos
furores.
Ellos han interpolado entre sus tropas a nuestros
soldados prisioneros, llevándose los oficiales aherrojados a presidios, donde
es imposible conservar un ano la salud; han dejado morir de hambre y de miseria
a otros en las cárceles, y han obligado a muchos a trabajar en las obras
públicas. Ellos han fusilado con jactancia a nuestros parlamentarios, y han
cometido los últimos horrores con jefes ya rendidos y otras personas
principales, sin embargo, de la humanidad que nosotros usamos con los
prisioneros: de los cuales son buena prueba el Diputado Matos de Potosí; el
capitán general Pumacagua; el General Angulo y su hermano, el comandante
Muñecas, y otros Jefes de partidas fusilados a sangre fría después de muchos
días de prisioneros.
Ellos, en el Pueblo de Valle Grande, tuvieron el
placer brutal de cortar las orejas a sus naturales, y remitir un canasto lleno
de estos presentes al Cuartel General: quemaron después la población,
incendiaron más de treinta pueblos numerosos del Perú, y Se deleitaron en
encerrar a los hombres en las casas antes de ponerlas fuego, para que allí
muriesen abrasados.
Ellos no sólo han sido crueles e implacables en matar:
se han despojado también de toda moralidad y decencia pública, haciendo azotar
en las plazas religiosos ancianos, y mujeres amarradas a un callón,
habiéndolas, primero, desnudado con furor escandaloso y puesto a la vergüenza
sus carnes.
Ellos establecieron un sistema inquisitorial para
todos estos castigos: han arrebatado vecinos sosegados, llevándolos a la otra
parte de los mares, para ser juzgados por delitos supuestos, y han con¬ducido
al suplicio, sin proceso, a una gran multitud de ciudadanos.
Ellos han perseguido nuestros buques, saqueado
nuestras costas, hecho matanzas con sus indefensos habitantes, sin perdonar a
sacerdotes septuagenarios; y por orden del General Pezuela, quemaron la iglesia
del Pueblo de Puna, y pasaron a cuchillo viejos, mujeres y niños, que fue lo
único que encontraron. Ellos han excitado conspiraciones atroces entre los
españoles avecindados en nuestras ciudades, y nos han puesto en el conflicto de
castigar con el último suplicio padres de familias numerosas.
Ellos han compelido a nuestros hermanos e hijos a
tomar armas contra nosotros; y formando ejércitos de los habitantes del país,
al mando de sus oficiales, los han obligado a combatir con nuestras tropas.
Ellos han excitado insurrecciones domésticas, corrompiendo con dinero, y toda
clase de tramas, a los moradores pacíficos del campo, para envolvernos en una
espantosa anarquía, y atacarnos divididos y debilitados.
Ellos han faltado con infamia y vergüenza indecible a
cuantas capitulaciones les hemos concedido en repetidas veces que los hemos
tenido debajo de la espada: hicieron que volviesen a tomar las armas cuatro mil
hombres que se rindieron con su general Tristán en el combate de Salta, a
quienes, generosamente concedió capitulación el general Belgrano en el campo de
batalla, y más generosamente se las cumplió, fiando en la fe de su palabra.
Ellos nos han dado a luz un nuevo invento de horror
envenenando las aguas y los alimentos, cuando fueron vencidos en la Paz por el
General Pinto, y a la benignidad con que los trató éste después de haberlos
rendido a discreción, le correspondieron con la barbarie de violar los
cuarteles que tenían minado de antemano.
Ellos han tenido la bajeza de incitar a nuestros
Generales y Gobernadores, abusando del derecho sagrado de parlamentar, para que
nos traicionasen, escribiéndoles cartas con publicidad y descaro a este
intento. Han declarado que las leyes de la guerra, observadas entre Naciones
cultas, no debían emplearse con nosotros; y su General Pezuela, después de la
batalla de Ayohuma, para descartarse de compromisos, tuvo la serenidad de
responder al General Belgrano Que con insurgentes no se podían celebrar
tratados.
Tal era la conducta de los españoles con nosotros
cuando Fernando de Borbón fue restituido al trono. Nosotros creímos entonces
que había llegado el término de tantos desastres: nos pareci6 que un Rey que se
había formado en la adversidad, no sería indiferente a la desolación de sus
pueblos; y despachamos un Diputado para que lo hiciese sabedor de nuestro
estado. No podía dudarse que nos daría la acogida de un benigno príncipe, y que
nuestras súplicas lo interesarían a medida de su gratitud y de su bondad, que
habían exaltado hasta los cielos los cortesanos españoles. Pero estaba
reservado para los países de América una nueva y desconocida ingratitud,
superior a todos los ejemplos que se hallan en las historias de los mayores
tiranos.
El nos declaró amotinados en los primeros momentos de
su restitución a Madrid; él no ha querido oír nuestras quejas ni admitir
nuestras súplicas, y nos ha ofrecido por última gracia un perdón. El confirmó a
los Virreyes, Gobernadores y Generales que había encontrado en actual
carnicería. Declaró crimen de Estado la pretensión de formarnos una
Constitución para que nos gobernase, fuera de los alcances de un poder
divinizado, arbitrario y tiránico, bajo el cual habíamos yacido tres siglos:
medida que sólo podía irritar a un Príncipe enemigo de la justicia y de la
beneficencia, y, por consiguiente, indigno de gobernar.
El se aplicó luego a levantar grandes armamentos, con
ayuda de sus ministros, para emplearlos contra nosotros. El ha hecho
transportar a estos países ejércitos numerosos para consumar las devastaciones,
los incendios y los robos. El ha hecho servir los primeros cumplimientos de las
potencias de Europa, a su vuelta de Francia, para comprometerlas a que nos
negasen toda ayuda y socorro y nos viesen despedazar indiferentes. El ha dado
un reglamento particular de corso contra los buques de América, que contiene disposiciones
bárbaras, y manda ahorcar la tripulación; ha prohibido que se observen con
nosotros las leyes de sus ordenanzas navales formadas según derecho de gentes,
y nos ha negado todo cuanto nosotros concedemos a sus vasallos apresados por
nuestros corsarios. El ha enviado a sus generales con ciertos decretos de
perdón, que hacen publicar, para alucinar a las gentes sencillas e ignorantes,
a fin de que les faciliten la entrada en las ciudades; pero al mismo tiempo les
ha dado otras instrucciones reservadas, y autorizados con ellas, después que
las ocupan, ahorcan, queman, confiscan, disimulan los asesinatos particulares,
y todo cuanto daño cabe hacerse a los supuestos perdonados. En el nombre de
Fernando de Borbón es que se hacen poner en los caminos cabezas de oficiales
patriotas prisioneros; que nos han muerto a palos, y a pedradas a un Comandante
de partidas ligeras, y que al coronel Camargo, después de muerto, también a
palos por mano del indecente Centeno, le cortaron la cabeza y se envió por
presente al General Pezuela, participándole: que aquello era un milagro de la
Virgen del Carmen.
Un torrente de males y angustias semejante es el que
nos ha dado impulso para tomar el único partido que quedaba. Nosotros hemos
meditado muy detenidamente sobre nuestra suerte; y volviendo la atención a
todas partes, sólo hemos visto vestigios de los tres elementos que debían
necesariamente formarla: ¡oprobio, ruina y paciencia! ¿Qué debía esperar la
América de un rey que viene al trono animado de sentimientos tan crueles e
inhumanos? ¿De un rey que antes de principiar los estragos, se apresura a
impedir que ningún príncipe se interponga para contener su furia? ¿De un rey
que paga con cadalsos y cadenas los inmensos sacrificios que han hecho para
sacarlo del cautiverio en que estaba, sus vasallos de España? Unos vasallos que
a precio de su sangre y de toda especie de daños, han combatido por redimirlo
de la prisión, y no han descansado hasta volver a ceñirle la corona? Si unos
hombres a quienes debe tanto, por sólo haberse formado una Constitución, han
recibido la muerte y la cárcel por galardón de sus servicios, ¿qué debería
estar reservado para nosotros? Esperar de él y de sus carniceros ministros un
tratamiento benigno, habría sido ir a buscar entre los tigres la magnanimidad
del águila.
En nosotros se habrían entonces repetido las escenas
cruentas de Caracas, Cartagena, Quito y Santa Fe; habríamos dejado conculcar
las cenizas de 80.000 personas que han sido víctimas del furor enemigo, cuyos
ilustres manes convertirían contra nosotros con justicia el clamor de la
venganza; y nos habríamos atraído la execración de tantas generaciones
venideras condenadas a servir a un amo, siempre dispuesto a maltratarlas, y que
por su nulidad en el mar ha caído en absoluta impotencia de protegerlas contra
las invasiones extranjeras.
Nosotros, pues, impelidos por los españoles y su Rey
nos hemos constituido independientes, y nos hemos aparejado a nuestra defensa
natural contra los estragos de la tiranía con nuestro honor, con nuestras vidas
y haciendas. Nosotros hemos jurado al Rey y Supremo Juez del mundo, que no
abandonaremos la causa de la justicia; que no dejaremos sepultar en escombros,
y sumergir en sangre derramada por mano de verdugos la patria que él nos ha
dado; que nunca olvidaremos la obligación ele salvarla de los riesgos que la
amenazan, y el derecho sacrosanto que ella tiene a reclamar de nosotros todos
los sacrificios necesarios, para que no sea deturpada, escarnecida y hollada
por las plantas inmundas de hombres usurpadores y tiranos. Nosotros hemos
grabado esta declaración en nuestros pechos, para no desistir jamás de combatir
por ella. Y al tiempo de manifestar a las naciones del mundo las razones que
nos han movido a tomar este partido, tenernos el honor de publicar nuestra intención
de vivir en paz con todas, y aun con la misma España desde el momento que
quiera aceptarla.
Dado en la Sala del Congreso de Buenos Aires, a
veinticinco de Octubre de mil ochocientos diecisiete”
Dr. Pedro
Ignacio de Castro y Barros
Presidente
Dr. José Eugenio de Elias
Secretario
Francisco de Paula Castañeda
“Nuestra
revolución fue sin duda la más sensata (…),
no se redujo más que a reformar nuestra administración corrompidísima, y
a gobernarnos por nosotros mismos en el caso que o Fernando no volviese al
trono, o no quisiese acceder a nuestras justas reclamaciones.
La revolución así concebida no contenía en sus
elementos el menor odio contra los españoles, ni la menor aversión contra sus
costumbres, que eran las nuestras, no contra su literatura que era la nuestra,
no contra sus virtudes que eran las nuestras, ni mucho menos contra su religión
que era la nuestra.
Pero los demagogos (…) impregnándose en las máximas
revolucionarias de tantos libros jacobinos (…) empezaron a revestir un carácter
absolutamente antiespañol; ya vistiéndose de indios para no ser ni indios, ni
españoles; ya aprehendiendo el francés para ser parisienses de la noche a la
mañana; o el inglés para ser misteres recién desembarcaditos de Plimouth.
Estos despreciables entes avanzaban (…) para (…)
propinar al pueblo, ya el espíritu británico, ya el espíritu gálico, ya el
espíritu britano-gálico, pero lo que resultó fue lo que no podía menos de
resultar, esto es una tercera entidad, o el espíritu triple gaucho-britano-gálico;
pero nunca el espíritu castellano, o el hispanoamericano, e iberocolombiano,
que es todo nuestro honor, y forma nuestro carácter; pues por Castilla somos
gente, y Castilla ha sido nuestra gentilitia domes…””(P. Francisco de Paula
Castañeda)
Juan Manuel de Rosas
“¡Qué
grande, señores y qué plausible debe ser para todo argentino este día (el 25 de
mayo), consagrado por la nación para festejar el primer acto de soberanía
popular, que ejerció este gran pueblo en mayo del célebre año de mil
ochocientos diez! (…) No para sublevarnos contra las autoridades legítimamente
constituidas, sino para suplir la falta de las que acéfala la Nación, habían
caducado de hecho y de derecho. No para rebelarnos contra nuestro soberano,
sino para preservarle la posesión de su autoridad, de que había sido despojado
por el acto de perfidia. No para romper los vínculos que nos ligaban a los
españoles, sino para fortalecerlos más por el amor y la gratitud, poniéndonos
en disposición de auxiliarlos con mejor éxito en sus desgracias. No para
introducir la anarquía, sino para preservarnos de ella y no ser arrastrados al
abismo de males, en que se hallaba sumida España.
Esto, señores
fueron los grandes y plausibles objetos del memorable Cabildo Abierto celebrado
en esta ciudad el 22 de mayo de mil ochocientos diez (…) Pero ¡Ah!… ¡Quién lo
hubiera creído! …. Un acto tan heroico de generosidad y patriotismo, no menos
que de lealtad y fidelidad a la Nación española y a su desgraciado monarca; un
acto que, ejercido en otros pueblos de España con menos dignidad y nobleza,
mereció los mayores elogios, fue interpretado en nosotros malignamente, como
una rebelión disfrazada, por los mismos que debieron haber agotado su
admiración y gratitud para corresponderle dignamente.
Y he aquí,
señores, otra circunstancia que realza sobre manera la gloria del pueblo
argentino, pues ofendidos en tamaña ingratitud, hostigados y perseguidos de
muerte por el gobierno español, perseveramos siete años en aquella noble
resolución, hasta que cansados de sufrir males sobre males, sin esperanzas de
ver el fin, y profundamente conmovidos del triste espectáculo que presentaba
esta tierra de bendición, anegados en nuestra sangre inocente con ferocidad
indecible por quienes debían economizarla más que la suya propia, nos pusimos
en manos de la Divina Providencia, y confiando en su infinita bondad y
justicia, tomamos el único partido que nos quedaba para salvarnos: nos
declaramos libres e independientes de los Reyes de España y de toda dominación
extranjera” ( Discurso pronunciado por el Brigadier General Juan Manuel de
Rosas ante el Cuerpo Diplomático reunido en el fuerte del 25 de Mayo de 1836).