José Javier Esparza
gaceta.es
Franco no fue nunca fascista. Ni él ni su régimen, ni
siquiera en los momentos en que más se parecían al fascismo sus formas
externas. El fascismo, más allá de la retórica y de esa abusiva tendencia –de
origen comunista- a calificar como “fascista” a cualquier régimen autoritario
de derechas, es una etiqueta que corresponde a realidades ideológicas y
políticas muy concretas, y apenas ninguna de ellas se da en el franquismo ni en
la propia persona de Franco.
¿Qué quiere decir “fascismo”? Stanley Payne, en su
Historia del fascismo (Planeta, Barcelona, 1995, p.15), utiliza materiales de
Ernst Nolte, Giovanni Gentile y Juan José Linz para proponer una tabla muy
completa de rasgos fundamentales. Basta repasarlos para constatar hasta qué
punto el franquismo no fue un fascismo.
El fascismo, de entrada, se caracteriza por su
adhesión a una filosofía idealista, vitalista y voluntarista, que implica
normalmente la intención de crear una cultura moderna, secular y autodeterminada.
Esto quiere decir que el fascismo bebe en las corrientes filosóficas de la
segunda mitad del siglo XIX y años sucesivos, es decir, la modernidad tardía.
Frente al mundo tradicional, que ponía a Dios en el centro de todas las cosas,
la modernidad reivindica al hombre como motor del mundo.
A partir de este
esquema de pensamiento nacen formas de describir la realidad que pasarán a las
teorías políticas. El fascismo es una de ellas. Idealismo, vitalismo,
voluntarismo, dice Payne. ¿Qué quiere decir eso? Más o menos esto: el mundo no
está cerrado ni ordenado, sino trágicamente abierto al caos; sólo se ordena con
la fuerza de la idea, con la voluntad del hombre que imprime su sello a las
cosas; esa voluntad corresponde a líderes superiores o a minorías egregias que
encuentran en el ejercicio de su poder, de su voluntad (de su voluntad de
poder), la legitimidad de su acción sobre la Historia. El fascismo en sentido
estricto deriva de este concepto de las cosas. Es un movimiento profundamente
moderno, arraigado en una visión del mundo sin causa divina ni orden natural.
¿Hay algo de eso en el franquismo? Ni por asomo, ni
siquiera en las formulaciones teóricas de la Falange. Excluida la filosofía de
Ramiro Ledesma y algunas intuiciones de Giménez Caballero –quizá los únicos
nombres propiamente fascistas del entorno del régimen, anteriores en todo caso
a la guerra civil-, la doctrina que vertebró al franquismo está en los
antípodas del modernismo fascista. La visión del mundo franquista es
profundamente religiosa, cristiana, tradicional.
Eso es así incluso en los
escritos más tempranos de teóricos falangistas como Eugenio Montes. Si el
estilo fascista reivindica la voluntad trágica frente al mundo en caos, el
estilo franquista prefiere la imagen del hombre de fe que ordena el mundo en
nombre de Dios y de la tradición. Su bisabuelo no es Hegel, sino Menéndez
Pelayo. No es moderno, sino reaccionario en el sentido filosófico de ambos
términos.
Pragmatismo contra ideología
El segundo elemento específico del fascismo, según la
tabla de Payne, es la creación de un nuevo Estado nacionalista autoritario,
ajeno a modelos o principios tradicionales. Esto es transparente en los casos
italiano o alemán: son, efectivamente, nacionalistas y autoritarios, y en ambos
casos se proclama explícitamente la ruptura con el orden tradicional. La Italia
de Mussolini y la Alemania de Hitler son estados laicos, secularizados,
integralmente modernos. ¿Y el franquismo? Lejísimos de eso. El Estado del 18 de
julio es declaradamente confesional desde el principio, se coloca bajo la
advocación de la Iglesia y le entrega parcelas no menores de poder político. El
Estado de Franco fue moderno en su centralismo autoritario, pero fue
tradicional en la legitimación del poder: el Caudillo lo era “por la gracia de
Dios”.
¿Y en lo económico? ¿Fue fascista el franquismo en lo
económico? Sólo un poco y sólo al principio; después, a partir de los años 50,
en absoluto. El fascismo se caracteriza por crear una nueva estructura
económica de ámbito nacional altamente reglamentada, multiclasista e integrada.
Es el modelo del corporativismo nacional en Italia y del nacionalsocialismo en
Alemania. El modelo teórico del nacionalsindicalismo, aportación de la Falange
al régimen de Franco, pretendía seguir similares patrones; a ellos responde el
Fuero del Trabajo, que convertía a los sindicatos verticales en pilar económico
del Estado. Pero es un hecho que el nacionalsindicalismo sólo funcionó durante
un cierto tiempo y, además, de manera incompleta. En 1941 es cesado como jefe
de la organización sindical el falangista Gerardo Salvador Merino y su
destierro a las Baleares pone punto final a la experiencia.
A partir de ese
momento, el sindicalismo vertical se transforma en un instrumento de
pacificación de las relaciones laborales en beneficio de las empresas y, eso
sí, bajo el control del Estado. Es verdad que el Fuero garantizará derechos
importantes para los trabajadores, pero éstos quedarán lejos de conformar
aquella base popular del régimen con la que soñaban los teóricos del
nacionalsindicalismo. De manera que, en lo económico, el franquismo tampoco fue
un fascismo. Las medidas de liberalización introducidas a partir de los años
cincuenta terminarán de alejarlo del modelo, en provecho de un criterio
estrictamente pragmático.
El fascismo se señala también por una evaluación
positiva de la violencia y la guerra, que implica la disposición a recurrir
efectivamente a ellas. No hay demostración más evidente que la realidad: todos
los fascismos murieron en la guerra. ¿Y el franquismo? El franquismo, aun
apoyado explícitamente en su origen por Hitler y Mussolini, funcionó al revés:
nació de una guerra (civil) y permaneció alejado de los campos de batalla, sin
más sobresaltos que los de Ifni y el Sáhara, donde tampoco se planteó una
guerra. La intervención bélica en la segunda guerra mundial, la División Azul,
no se enfocó como una guerra de Estado, sino de partido, es decir, de
voluntarios. La retórica belicista de la posguerra civil evolucionó rápidamente
hacia la imagen de Franco como pacificador y desembocó en la campaña de los
“Veinticinco años de paz” en 1964.
De manera que los ardores bélicos se
templaron muy pronto, por más que la liturgia militar se mantuviera en
determinadas manifestaciones públicas. Tampoco en esto el franquismo fue un
fascismo. Ni lo fue en política exterior, donde el fascismo tiende al
expansionismo, pero Franco, por el contrario, se limitó a contemporizar de la
manera más pragmática posible con unos y con otros, tanto antes como después de
la segunda guerra mundial. En materia territorial, el régimen de Franco se
plegó a las condiciones generales de la descolonización en Marruecos y en
Guinea. Y en materia diplomática, apostó por criterios geopolíticos
completamente objetivos: alineamiento con la órbita de poder norteamericana y
paciente espera en la puerta de Europa. Pragmatismo, una vez más.
Contra liberales y comunistas
Dentro del estilo filosófico e ideológico sobre el que se asienta el fascismo, juegan
un papel muy importante sus negaciones: antiliberalismo, anticomunismo,
anticonservadurismo.
El franquismo tuvo en común con los fascismos sus
enemigos: el comunismo y el liberalismo, sin duda. Pero no todos sus enemigos,
porque tanto el facismo italiano como el nacionalsocialismo alemán declararon
igualmente enemigos a los conservadores –de hecho, conservadores serán los que
intenten matar varias veces a Hitler-, mientras que Franco siempre tuvo en los
sectores conservadores su apoyo principal. Y ello precisamente porque el
franquismo no se inspiró en principios fascistas, sino tradicionales.
El franquismo fue, sí, un anticomunismo desde su mismo
nacimiento, el 18 de julio de 1936 (cuando aún no había tal franquismo), hasta
el testamento político del dictador, y en el comunismo halló el régimen una
suerte de enemigo perpetuo. ¿Fue también un antiliberalismo? Lo fue, sin duda,
en el aspecto filosófico, moral, pero no tanto por emulación fascista como por
inspiración cristiana: los argumentos del régimen contra el liberalismo son los
mismos que llevaron a Pío IX a condenarlo en el Syllabus de 1867. El franquismo
fue también antiliberal en el aspecto político, pero con matices: siendo
radicalmente ajeno a las formas del liberalismo democrático tal y como se
impusieron en los regímenes parlamentarios, mantuvo sin embargo una estructura
de división de poderes razonablemente moderna, en especial en lo que concierne
al poder judicial.
El franquismo no fue en nada, ciertamente, un liberalismo,
pero se atuvo a determinados usos habituales en el espacio político de
occidente, cosa que no ocurrió, por ejemplo, en la Alemania nazi. Y aún más
ambiguas son las relaciones del franquismo con el liberalismo en el plano
económico: siendo un régimen doctrinalmente a-liberal, partidario de la
economía centralizada y dirigida, sin embargo su práctica de gobierno fue más
bien la de un “capitalismo de Estado” cada vez más liberalizado a partir de los
años cincuenta.
Pero, entonces, ¿y las camisas azules y los himnos y
el partido único? ¿No es eso estilo fascista? Si. Y el fascismo, además de una
ideología o una doctrina, es precisamente un estilo, como explicó ampliamente
Armin Mohler. Ahora bien, toda esa liturgia es inseparable de una tentativa de
movilización de las masas, con la militarización de las relaciones políticas y
con el objetivo de crear una milicia de partido. Pero el franquismo, por el
contrario, muy rara vez trató de movilizar a nadie, más bien al revés. En vano
buscaremos en el franquismo ese aire de movilización permanente en magnas
concentraciones uniformadas, al estilo italiano o alemán. Ni siquiera en las
liturgias masivas de "coros y danzas". En cuanto a las relaciones
políticas, al margen de la retórica falangista (confinada por otra parte a la
estructura del Movimiento Nacional), nunca se militarizaron; más bien siguieron
un patrón jerárquico de tipo ancien régime, lejos del tono directo de
“camaradería vertical” que caracteriza a las formas militares. Y, por supuesto,
de milicia del partido, nada de nada: cuando acabó la guerra, la Falange
mantuvo milicias, pero bajo el mando de militares como Muñoz Grandes. Por otra
parte, aquellas milicias, prontamente desaparecidas, nunca tuvieron una función
semejante, ni de lejos, a las otorgadas a las SA o a las SS bajo el
nacionalsocialismo. Y respecto a la liturgia de Estado, no fue una liturgia de
partido, sino, con frecuencia, una liturgia eclesiástica, sobre todo en los
años del “nacional-catolicismo”.
Caudillo
Hay un rasgo académico del fascismo donde el
parentesco con el franquismo es más claro: la tendencia específica a un tipo de
mando autoritario, carismático, personal. El fascismo es inseparable de la
figura del líder, Duce, Führer, Caudillo o como se le quiera llamar. También el
franquismo es inseparable de la figura de Franco. Ahora bien, los fascismos
estaban concebidos de tal modo que el movimiento podría sobrevivir al líder, no
se extinguiría con él, mientras que en el caso del Caudillo español, por el
contrario, nadie pensó en un “franquismo después de Franco”: desde fecha tan
temprana como 1947 el propio dictador arregló las cosas para un cambio de
sistema que implicaría la coronación de un Rey.
Y otra cuestión crucial: todos
los líderes fascistas son dictadores, pero no todos los dictadores son
fascistas ni su estilo de mando se corresponde con las características del
fascismo. Aquí intervienen innumerables elementos, desde el origen de la
investidura dictatorial hasta el sistema de controles efectivos del poder que
sirvan de contrapeso al dictador. Franco, que fue evidentemente un dictador, en
líneas generales carece de los elementos de carisma personal que caracterizan a
los grandes líderes fascistas. En cuanto a su forma de ejercer el poder,
resultó formalmente limitada por la progresiva institucionalización de consejos
con funciones ejecutivas o consultivas específicas. Franco fue un dictador, sí,
pero no un dictador fascista.
¿Hay que decir más? El fascismo implica una
deificación del Estado, pero Franco nunca quiso hacer del Estado una religión.
El fascismo se basa en la existencia de un partido único que actúa como
vanguardia política y encarnación del pueblo-nación, pero el Movimiento
resultante de la fusión de la Falange y el Requeté jamás gozó, ni siquiera en
la primera época, de atribuciones de ese carácter. El fascismo es un
totalitarismo que pretende encauzar por una sola vía todas las manifestaciones
de la vida social, pero en la España de Franco siempre existió una pluralidad
(ciertamente, controlada) de “vías”, desde las asociaciones católicas hasta el
Ejército y el Movimiento, pasando por la burocracia del Estado o por las
corporaciones económicas, por no hablar del poder fáctico de la Iglesia.
El
fascismo, en fin, como movimiento moderno que es, se asienta sobre una cultura
de la movilización absoluta y permanente de las masas, pero el Movimiento rara
vez buscó “movilizar” a masa alguna e, incluso al contrario, se le ha
reprochado apoyarse sobre lo que Dionisio Ridruejo -falangista que acabó en el
socialismo cristiano- llamó “el macizo inconmovible de la raza”.
En la retórica de la política cotidiana seguiremos
escuchando, sin duda, que Franco fue “un nazi y un fascista”, como
recientemente dijo la simpar Celia Villalobos, que, por cierto, antes de
“progresista del PP” fue funcionaria de la Organización Sindical franquista.
Pero si hablamos en serio, dando a cada cosa su apropiado concepto, la realidad
es la que es. Franco no fue fascista jamás. Y su régimen –dictatorial,
autoritario, sí- no fue un régimen fascista. Fue otra cosa. Por eso no es
impropio hablar de "franquismo".