Oscar Oszlak
La Nación, 16
DE JULIO DE 2016
De pronto se apaga la luz del semáforo. Imaginemos una
escena ideal. El cruce queda librado a la racionalidad de cada automovilista,
de cada peatón, de cada conductor de autobús, camión o ambulancia. Ya no hacen
falta luces que guíen sus movimientos. La gente aplicará reglas propias de una
racionalidad colectiva para un asunto tan banal como cruzar una calle. Primero
lo harán las mujeres y los niños; luego, el resto de los peatones. Solo
después, ordenadamente, cruzarán los vehículos, comenzando por los que circulan
de derecha a izquierda. Cederán el paso a las ambulancias, a los bomberos y a
los peatones discapacitados demorados en el cruce. Nadie intentará "ganar
de mano" a los demás ni aprovechará el porte de su rodado para apresurar
el cruce. La racionalidad individual se subordinará a una racionalidad
colectiva mucho más eficaz.
Sabemos de sobra que esta escena nunca ocurrirá en
estas tierras. Conocemos las penurias de los congestionamientos. Los
"cruzadores de calles" siempre creerán que si obran según su interés
individual, lograrán mejor el objetivo del cruce. Pero acaban añorando el
semáforo, ahora inútil. Trasladado como metáfora al objetivo de esta nota, éste
es el dilema de tener un "superministro" de economía o un gabinete
ministerial especializado en los diversos aspectos de esta gestión. En la
primera opción el ministro es el semáforo (representando al Estado) que guía
con sus luces (y sus sombras) los vaivenes de la economía. En la segunda, la
racionalidad colectiva de un gabinete sólo exige coordinación.
El actual gobierno optó por la segunda fórmula: en
lugar de concentrar la responsabilidad en un superministro, como ha sido casi
siempre la experiencia de nuestro país, "dividió" esa cartera entre
Hacienda y Finanzas, Producción, Interior y Energía, además del Banco Central y
dos ministros coordinadores en la Jefatura de Gabinete. Y, como muchos
predijeron, pronto comenzaría a notarse que la coordinación que exige construir
una racionalidad económica común cede a menudo a la preferencia (o a los
apremios) por seguir los dictados de la propia racionalidad individual. Basta
observar los coletazos de la cuestión del tarifazo (extensibles a la tasa de
interés, la obra pública, el déficit fiscal o los precios cuidados), para
apreciar los conflictos resultantes de una débil coordinación.
Por cierto, los gobiernos enfrentan problemas de
política pública sumamente complejos, que no pueden (ni deberían) ser atendidos
por instituciones aisladas. Temas como promover exportaciones, prevenir
desastres o combatir la delincuencia requieren acciones concertadas de varios
organismos, que a veces se encuentran ubicados en ámbitos jurisdiccionales
diferentes y, a menudo, también exigen ser coordinados con el sector privado u
ONG. Los gobiernos están estructurados según sectores y no según áreas de
problemas. La cuestión de la pobreza no puede ser atendida solamente por un
ministerio de desarrollo social. Una inundación no se detiene en la Av. General
Paz y exige coordinación horizontal y vertical entre diversos organismos y
jurisdicciones. Las restricciones presupuestarias tornan cada vez más
problemático el gasto en programas, servicios y sistemas redundantes y
superpuestos. Por lo tanto, la coordinación interinstitucional permite una
gestión simplificada y eficiente que mejora la elaboración e implementación de
políticas públicas.
Sin embargo, coordinar no es fácil. Tanto los
funcionarios políticos (ministros, secretarios, gobernadores) como las
autoridades permanentes del sector público enfrentan numerosas dificultades
cuando intentan coordinar su gestión atravesando jurisdicciones y fronteras
institucionales. Algunos de los desafíos más significativos suelen ser
objetivos y prioridades competitivos, diferencias culturales, preferencia por
atender problemas coyunturales, tendencia a la acción aislada, disparidades y
competencia de poder y recursos.
Algunos de estos problemas aquejan a los actuales
esfuerzos de coordinación de políticas. El gobierno nacional no ha logrado
todavía la articulación y modus operandi previstos antes de la llegada al
poder. Se esperaba que un gabinete especializado consultara, analizara y
consensuara puntos de vista dispares, tiempos y ansiedades diferentes,
directivas comunes frente a la solución de los graves problemas actuales del
frente económico, sin que ello significara identidad de perspectivas sobre como
resolverlos, pero si corresponsabilidad en las políticas adoptadas.
¿Cómo evitar los peligros de construir un
"Frankenstein económico", como lo ha llamado alguno? ¿Cómo lograr
resultados de coordinación efectivos? Vistos en perspectiva, los Gabinetes
Gubernamentales de Gestión (GGG), que también existen en El Salvador, Uruguay y
otros países, buscan responder a estos desafíos. No son cuerpos integrados ni
meras instancias colaborativas. Su objeto principal es coordinar esfuerzos para
la elaboración e implementación de políticas que comparten áreas-problema
comunes o convergentes. No a todos les va bien.
Es que su diseño institucional debería tender a que
sus integrantes aborden problemáticas transversales más que cuestiones
sectoriales, además de fijar procedimientos para su organización,
funcionamiento y articulación con las jurisdicciones subnacionales. Pero esto
no es todo. Lo más difícil de la coordinación no es el diseño institucional
sino el cambio cultural que supone y exige. Porque implica subordinar las
apetencias de poder y el narcisismo que suele acompañar la ocupación de la alta
dirección pública al fin más loable y legítimo de aprovechar la inteligencia
colectiva para buscar acuerdos y hallar las fórmulas más aptas para resolver
problemas comunes a las áreas que deben coordinarse. Y eso requiere modestia,
corresponsabilidad y, sobre todo, un firme liderazgo desde la máxima instancia
de conducción política del país.
Politólogo, economista, es investigador principal del
Conicet