¿coronavirus o emisión?
Alfil, 5 abril, 2020
Por Pablo Esteban Dávila
Y el dólar, finalmente,
superó la barrera de los 100 pesos. Una del tipo psicológico, por cierto (cien
pesos, en definitiva, es uno de los tantos valores relativos que la divisa
podría alcanzar) pero que evoca la enorme depreciación de la moneda nacional en
los últimos años. Todavía algunos nostálgicos recuerdan que el billete con el
rostro de Julio Argentino Roca equivalía a idéntica cantidad de dólares hacia
finales de 2001. Hoy apenas que logra adquirir uno.
El gobierno siempre podrá
argumentar que esta cotización no se corresponde con el dólar oficial, aquél
escasísimo papel sólo disponible para importadores y exportadores, y no en
todos los casos. Se dirá, a modo de consuelo, que quienes están dispuestos a
pagar por los diferentes valores que ofrece el mercado constituyen una porción
muy pequeña de la economía, y que, por más exorbitante que se perciba a la
nueva paridad, esta no debería afectar mayormente a los precios.
Tal afirmación, en rigor y
de producirse, sería correcta. Lo que impacta sobre los precios no es el dólar,
sino la inflación. El dólar sube, precisamente, porque hay inflación, no al
revés. Y este fenómeno existe, se arraiga y se proyecta debido a la emisión
monetaria, hija putativa del déficit fiscal. Cualesquiera otras explicaciones
resultan baladíes y, a la postre, excusas pueriles para justificar el peso del
Estado sobre la economía.
Antes de la cuarentena
dispuesta por el Covid-19 ya había inflación en abundantes cantidades. Ahora
habrá mucha más. La razón es muy simple: con una economía parada por el
aislamiento social, preventivo y obligatorio, la única fuente de financiamiento
gubernamental es la maquinita de imprimir billetes. De los impuestos mejor no
acordarse; sin actividad económica, las empresas no devengan IVA ni ganancias,
los pilares de la recaudación nacional. Como ahorros públicos no existen, como
así tampoco el crédito externo (el país está en un default técnico), al Estado
no le queda otra que emitir moneda.
Al presidente Alberto
Fernández, en verdad, no le tiembla el pulso para hacerlo, con el alegre
consentimiento de gobernadores e intendentes. Sólo en los últimos días amplió
el 30% de la base monetaria, agregando 600 mil millones de pesos a los que ya
circulaban en plaza. Muchas provincias, que amenazaban más o menos abiertamente
con emitir cuasimonedas para solucionar sus problemas de caja, han desistido
por ahora de hacerlo. El peso se ha transformado, virtualmente, en una de
ellas.
La mayor cantidad de pesos
se encuentra con la contracara de una restricción absoluta en la oferta de
bienes y servicios, debido a las limitaciones impuestas por la pandemia. Esto
significa que los precios relativos, especialmente en los alimentos, tenderán a
la suba por más acuerdos o amenazas que enarbole el gobierno. Es simple lógica
económica que, no obstante ser incontrovertible, el presidente tiende a ignorar
en sus filípicas.
Para agregarle presión al
dólar debe añadirse la política de tasas que lleva adelante el Banco Central.
Su presidente, Miguel Pesce, obedeciendo a la epopeya reactivadora del Frente
de Todos, comenzó a recortarlas desde la asunción de Fernández. Confiaba en
que, con tipos de interés sensiblemente menores a los del macrismo, la
producción retornaría al sendero virtuoso del crecimiento.
Nunca se sabrá, a ciencia
cierta, si aquella premisa era válida. Lo que resulta incontrovertible, merced
a la acción corrosiva del coronavirus y al gasto público, es que la inflación
continuará siendo alta y las tasas del Central negativas. Ningún inversionista
se atrevería refugiar sus activos en un plazo fijo, cuyo rendimiento es
sensiblemente inferior al índice de precios al consumidor. Para ahuyentar un
poco más a los que quisieran arriesgarse en el sistema financiero local, el
impuesto a la renta financiera los estaría aguardando a la vuelta de la
esquina.
Con emisión récord, economía
en cuarentena y tasas de interés negativas, el hecho de que el dólar suba por
sobre los cien pesos debería ser tomado con resignación. Incluso el
antiimperialista más ideologizado debería preguntarse si no ha llegado el
momento, dadas las circunstancias, de confiar sus ahorros -no importa la
cuantía- al Tío Sam y su verde moneda. El dólar vuela de fiebre porque, desde
Fernández hasta Pesce, alimentan una caldera con billetes de cotillón.
Mientras tanto, algunos
comienzan a preguntarse si la cuarentena no es acaso peor que el Covid-19.
Mientras el gobierno responda a la pandemia con la reclusión, no hay
posibilidad alguna de resolver los complejos problemas por lo que atraviesa la
economía nacional, con virus o sin él. Buena parte de la sociedad acepta las
restricciones con estoicismo y sin preguntarse por sus costos, pero han
aparecido ciertos “partisanos virales” que, sin desafiarlas en la vía pública,
señalan el desacierto de detener el complejo mecanismo del mercado -que
alimenta y contiene diariamente a millones de personas- por índices de
letalidad similares a la gripe y otras enfermedades estacionales.
Por ahora, el presidente
resiste con el apoyo de la casi totalidad de la clase política y de los
expertos en salud pública, generalmente ajenos a las preocupaciones de los
economistas. Repite la letanía de que, mientras que las crisis van y vienen, de
la muerte no se vuelve. Esto es correcto, especialmente cuando el mundo se ha
vuelto un contable preciso a la hora de llevar las estadísticas de cuanta gente
deja este mundo por culpa del Covid-19, pero el concepto se vuelve más
deletéreo al comprobar que la salud, como todas las actividades de la vida,
requieren una economía fuerte que la financie y evite, precisamente, las
muertes prematuras.
El presidente, en
definitiva, se mueve al compás de lo que ocurre en el resto del planeta y, de
momento, ha tenido mayor suerte que sus colegas italianos o españoles, ni que
decir del bueno de Lenin Moreno, entrampado en la caótica situación que sufre
Ecuador. No obstante, Europa y Estados Unidos y, con ellos, buena parte del
mundo, tienen recursos a los que echar mano durante la cuarentena sin necesidad
de activar el volcán inflacionario. No es, por supuesto, el caso argentino, en
donde la crisis ataca a un paciente que, para utilizar el argot de moda, ya
tenía patologías de base en suficiente cantidad antes de esta calamidad.
¿El dólar a 100 pesos? Bien,
gracias. Recuerde esta marca porque pronto vendrán otras, igualmente
vertiginosas. No hay cordón sanitario que prevenga el contagio cambiario en un
país que, desde hace tiempo, ha renunciado implícitamente a tener moneda propia
por decisión de quienes debían resguardarla.