POR GUSTAVO GARCÍA
La Prensa, 24.04.2020
La literatura infantil,
aquellas fábulas que nos dejaban siempre alguna enseñanza del tipo moral, bien
podrían aplicarse al caso de la economía argentina y la pandemia del Coronavirus.
Como en el cuento de Los tres chanchitos, nuestro país eligió construir siempre
casitas de paja y ahora que sopla fuerte el viento, la estructura amenaza con
desplomarse.
La Argentina es desde hace
muchas décadas –y digo muchas décadas y no sólo un puñado de años y por
cuestiones coyunturales- un país con las cuentas públicas desordenadas, en
rojo, que gasta más de lo que gana. Y lo que gasta, generalmente lo hace mal.
El dinero público se va por insospechadas alcantarillas y entonces nunca hay
plata para financiar una buena educación o una salud pública de calidad.
Ocurre que durante la vida
normal, en el día a día, esa cotidianeidad llena de libertad que hoy tanto
extrañamos, otros problemas nos aquejan y entonces los reclamos sobre lo público
son escasos. Ocurre también que buena parte de la sociedad ha decidido que,
además de financiar lo público mediante el pago de impuestos, prefiere pagar
extra por un servicio educativo o médico privado, de mayor nivel en la
prestación.
Pero ahora que estamos en la
emergencia de la pandemia, con la economía tambaleando, nos sobra el tiempo
para darnos cuenta de lo mal que hacemos las cosas usualmente. El tedio de la
cuarentena no impide que proyectemos el día después, con el escalofrío que
siempre produce el saber que se vienen días aciagos para la Argentina.
Las comparaciones son
odiosas, pero igual vamos a meternos en esos barros. Y si vamos a comparar, que
sea contra un grande: Alemania. Y no es que podamos parecernos ni remotamente a
este país desarrollado y pujante, locomotora de Europa, sino que su conducta
modelo en lo económico lo ha llevado a transitar esta crisis sanitaria con una
holgura envidiable.
Alemania tiene 40.000 camas
de terapia intensiva, la mayor cantidad que pueda tener un país en el Viejo
Continente. Además, cuenta con todos los insumos médicos necesarios para la
ocasión, incluidos los respiradores. Décadas de disciplina fiscal le han
permitido ahorrar e invertir en salud. Aún cuando la oposición, en tiempos
dulces, le exigía a Angela Merkel que recortara el gasto en esa área, la
canciller se mantuvo inmutable.
Después de haber sido
prolija con sus cuentas durante muchos años, ahora que llegó el viento en
contra las autoridades alemanas han anunciado que es momento de olvidarse del
superávit. El Estado no sólo ha librado numerosas líneas de ayuda financiera
para el sector privado, sino que además, como ocurre en otros países de la
Unión Europea, está listo para expropiar cualquier empresa que sea considerada
clave para el interés nacional en este singular escenario.
Si Alemania puede hacer todo
esto, tomarse la libertad de gastar más de la cuenta, de endeudarse todo lo que
haga falta, es porque antes hizo todo bien. A países como la Argentina, en
cambio, el tremendo esfuerzo fiscal y monetario que implica apuntalar a la
población mediante el otorgamiento de ingresos individuales, y al sector
privado a través de líneas de crédito, le pasará factura cuando todo esto haya
culminado.
Mientras los países prolijos
luchan por atravesar el pantano de la pandemia, nosotros hacemos lo mismo, pero
a sabiendas de que lo que nos espera en la otra orilla dista de ser halagador.
Argentina camina por la cornisa del default y, en caso de concretarse, tendrá
cerrado el mercado de crédito internacional por mucho tiempo. Vuelve a flamear
entonces el estandarte de arreglarnos con lo nuestro.
Pero no es sólo esto. La
fuerte emisión monetaria de estos meses conlleva una inflación latente que los
expertos proyectan mutará en megainflación hacia el segundo semestre. Algunos
agoreros también ven agitarse el fantasma de la hiperinflación.
Que el eje de la sociedad
hoy en día esté puesto en la angustia que provoca el encierro y en la
preocupación por generar ingresos hace que la escalada del dólar blue y del que
se comercializa en la Bolsa permanezca en un segundo plano. En definitiva, son
mercados de unos pocos y la suba no fija precios, al menor por ahora, pero la
brecha crece y lo primero que hace es distorsionar el comercio exterior. Si
luego pasa al resto de la actividad, hoy paralizada, está en veremos.
Por lo pronto, poco a poco,
varios rubros han vuelto al trabajo. Algunos con la luz verde del Gobierno,
otros casi subterráneamente. El mercado siempre se las ingenia para zafar de
las ataduras. Es como esos yuyos que crecen entre los adoquines cuando un auto
queda estacionado por un tiempo prolongado. Parecía que no había nada, pero la
vida asoma entre las juntas, y empuja.
Los kiosqueros que hacen
delivery de golosinas, los taxistas reconvertidos en fletes que llevan y buscan
paquetes, los súbitos fabricantes de barbijos caseros, los negocios que dejan
un número de celular en la vidriera y atienden a pedido, los comercios con la
puertita de atrás abierta, son un ejemplo claro de que las fuerzas productivas
no se detienen.
De hecho, hace unas semanas
se dio a conocer que algunos comercios han implementado un sistema denominado
de compras futuras, el cual a través de vouchers permite al consumidor adquirir
un bien o un servicio que será efectivizado cuando se levante la cuarentena. Es
decir, uno puede comprar una cena en un restaurante o una camisa, y disfrutar
de ellas en el ya trillado día después.
Esto de la imaginación al
poder, en términos de generar renta, ha quedado claro también en Europa, donde
venden escenografías de falsas bibliotecas para colocar de fondo cuando uno
hace una videollamada. Porque la situación apremia, pero hay que mantener las
apariencias.
En los días venideros el
sector privado podrá recobrar algo más de ritmo. Las provincias con escaso o
nulo nivel de infecciones retomarán una vida casi normal. Las grandes áreas
urbanas, allí donde se concentra mayormente la industria, seguirán lidiando con
las restricciones, lo que no debería impedir igualmente la puesta en marcha de
la producción, con los cuidados del caso.
La situación fiscal y
monetaria de la Argentina es difícil. Desprolija en sus cuentas, la sorprendió
el aguacero sin piloto ni paraguas. Las plumas perezosas gustan de llamar a
esto ‘la tormenta perfecta’. Una especie de doble Nelson de la que urge zafarse
para no quedar en la lona, viendo cómo el árbitro hace el conteo.