que Exige Más de una Mirada
Miguel De Lorenzo / Mario
Caponnetto
FVN, 4 de abril de 2020
Las epidemias representaron
y aún representan uno de los más grandes desafíos de la medicina. Grandes
grupos de población se encuentran de un momento para otro ante un grave peligro
capaz, en ocasiones, de acabar con sus vidas.
Generalmente se trata de una
enfermedad cuyas causas se desconocen o son apenas entrevistas. Se sabe poco y
a veces nada de los mecanismos íntimos que provocan la enfermedad, se sabe poco
de las vías a través de las cuales se propaga y menos aún acerca de terapias
eficaces o de cómo atenuar posibles efectos letales.
En el caso que nos ocupa, el
COVID 19, algunos trabajos publicados recientemente en «The New England Journal
of Medicine» suponen que a fin de año la mitad de la población mundial podría
estar infectada y, siguiendo esos cálculos de probabilidades epidemiológicas,
no ven imposible una cifra cercana a cien millones de muertos. Otros grupos
menos dramáticos en su apreciación de la enfermedad no descartan la posibilidad
de que la pandemia agote por si misma los mecanismos de propagación antes de lo
esperado [1]. Y acentuando aún más el margen de incertidumbre, y como variante
de las posiciones anteriores, no es del todo imprudente suponer la llegada de
cierta combinación de fármacos capaces de detener el avance de la enfermedad,
dado que las vacunas requieren un prolongado período de preparación.
Pero las epidemias y las
pandemias no son solamente un problema médico o mera cuestión de políticas
sanitarias. Tienen también un incuestionable y más que importante costado político,
social, económico y, ni decir, ético, espiritual y religioso. Por eso, ellas
exigen más de una mirada. Por empezar, digamos que la dinámica social de las
pestes es casi siempre la misma: un momento inicial de negación de los primeros
casos o de subestimación ya sea por parte de los pacientes, de los sistemas de
salud y más aún de los gobiernos. Por eso, la prudencia aconseja que las
medidas de contención, aún las menos claras, no sean sin más descartadas si lo
que se busca es contener la enfermedad.
Hemos leído en estos días
apelaciones al sentido común de la gente, a la solidaridad y a otras bagatelas
que en nuestra sociedad desacralizada pretenden sustituir las recias virtudes
morales, como una eventualidad capaz de ayudar a detener el flagelo. En realidad
la apelación al menos común de los sentidos poco tiene que ver en esta historia
porque los virus no tienen sentido, ni siquiera de ese que llaman común.
Tampoco la evanescente solidaridad alcanza. ¿No sería más sensato rescatar en
momentos de prueba como este el viejo sentido de la caridad social como
fundamento del bien común? ¿O simplemente recordar que el cuidado de la salud,
propia y ajena, es una grave obligación que se deriva del quinto mandamiento de
la Ley de Dios antes que de las instrucciones de la OMS y otros organismos
sospechosos?
Pero ocurre que en otros
extremos, digamos así, encontramos posiciones que no dejan de sorprender. Por
ejemplo, a raíz del cierre de las piscinas de Lourdes dispuesta por las
autoridades religiosas en un intento más de evitar o atenuar la propagación del
virus, personas ilustres y muy queridas a las que reconocemos como
incuestionables defensoras de la Fe en este tiempo de oscuridad, han calificado
como desdichada esta medida y han promovido una suerte de clamor por la
reapertura de las célebres piscinas.
Vale recordar al respecto
que en investigación médica se escalonan las investigaciones otorgándoles
diferente grado de certeza: las hay de eficacia comprobada hasta aquellas
consideradas inútiles o contraindicadas con una amplia variedad intermedia. Las
certezas requieren esfuerzo, investigación y tiempo y por lo mismo no es
difícil pensar que a medida que se obtiene información y conocimiento se
descarten aquellas que se comprueben como de eficacia nula o insignificante. En
este caso el cierre mencionado, en este momento y desde el punto de vista
epidemiológico, podemos entenderlo como prudencial y acertado.
Además, es necesario
discernir adecuadamente entre lo que corresponde al orden temporal y terreno, en
que todo discurre según las causas segundas, y lo que concierne al orden
sobrenatural en el que la Providencia de Dios tiene sus propios caminos casi
siempre ocultos. Volviendo al caso de Lourdes, sería reprochable sospechar que
la Santísima Virgen requiera algún tipo de agua para prodigar su misericordia a
los enfermos y necesitados.
También algunos buenos
Pastores (de los muy pocos que nos van quedando) a quienes sería injusto
retacear nuestro agradecimiento en tanto infatigables defensores de la Fe, han
publicado recientemente sus reflexiones acerca de la actual pandemia en las que
se enfocan ciertos aspectos de la peste. En general esas reflexiones nos han
recordado algunas verdades que solemos olvidar como, por ejemplo, la necesidad
de la oración y la penitencia; pero han venido acompañadas de ciertas opiniones
que, con toda humildad, juzgamos desacertadas. Así hemos oído hablar de la
negación de derechos humanos fundamentales como las libertades de
desplazamiento, de reunión y de opinión que parecen haber sido orquestadas a
nivel mundial como obedeciendo a un designio preciso y planificado. La
humanidad se vería a merced de una dictadura sanitaria mundial que sería
también como una dictadura política.
En este sentido creemos
oportuno indagar un poco acerca de esas definiciones que tal vez deban
estimarse como resultado de una justa preocupación debida al cierre de las
iglesias a lo ancho del mundo. Si bien es cierto que se estrechan libertades y
derechos y que es imposible negar la existencia de una Gobernanza Mundial que
viene imponiendo desde hace tiempo un Sistema Único y un Pensamiento Único, no
es menos cierto que este dato es para nosotros inseparable de otro dato
absolutamente real como es la existencia de una peste en expansión. Aunque lo que
aquí discutimos está lejos de ser materia dogmática, es casi imposible para
nosotros dejar de lado esta discrepancia inicial porque de ella, de esa no
aceptación de un hecho real y evidente como es la existencia de la pandemia,
esa discrepancia inicial concluiría en enorme divergencia final. Por otra parte
estaríamos desoyendo aquella advertencia recordada por Gilson acerca de que
todo hecho establecido merece ser considerado; y tanto el Nuevo Orden Mundial
cuanto la pandemia son, ambos, hechos perfectamente establecidos.
En ese sentido no deja de
ser injusto -por decir lo menos- no reconocer en toda su gravedad clara y atroz
el caso de esos desdichados 793 muertos que ayer nomás fueron enterrados en
Italia. Ver la lenta caravana de vehículos militares transportando los cuerpos
de las víctimas forma parte de las cosas ciertas, incluso de las más
estremecedoras y ciertas de todas. Similares por otra parte a las de España,
Francia, China, etc., etc. Nadie debiera atreverse a negarse a ver esa
realidad.
Desde otro ángulo podríamos
los católicos y aún más los médicos no darnos cuenta de la cruel manera de
morir de muchos de esos italianos. Un sistema sanitario sobrepasado en los
hechos que en no pocos casos obliga a dejar morir. Para los médicos es el peor escenario
con el que podríamos enfrentarnos.
Otra deducción posible,
desde ese punto de partida, bien pudiera ser suponer que el mundo andaba a las
mil maravillas hasta la llegada de la dictadura del virus. Creemos por el
contrario que en modo alguno era necesaria la aparición del virus como elemento
de dominio del Poder Mundial. Los centros de este Poder se movían libremente
tras sus objetivos, o en todo caso con dificultades ciertamente menores, en el
escenario pre-covid. No había necesidad de apelar a este exterminio, no porque
la vida y la muerte les preocupe a los titulares de ese Poder, no porque
aprecien lo humano, sino porque el virus de alguna manera podría dañar sus
intereses y, porque no, sus mismas vidas.
No ignoramos ni negamos esas
intenciones pero, más allá de las mismas, a lo que ahora apuntamos es a las
consecuencias bien visibles y desoladoras que tenemos por delante. Desde otra
perspectiva, un ordenamiento absoluto de las naciones o un estado absolutamente
ideal no existieron ni existirán nunca, porque el hombre está siempre en camino
y sus fuerzas flaquean.
Respecto al cercenamiento de
derechos escuchemos al Cardenal Ratzinger:
«Tras la pretensión de ser
enteramente libres, sin la competencia de otra libertad, sin un “de dónde” y un
“para” se esconde no una imagen de Dios sino una imagen idolátrica. La libertad
está ligada a una medida, que es la medida de la realidad, está ligada a la
verdad. La libertad para la destrucción de sí mismo o la destrucción del otro
no es libertad sino su parodia diabólica. La libertad del hombre es libertad
compartida, libertad es la coexistencia de libertades que se limitan mutuamente
y que se sustentan mutuamente. Ahora bien si la libertad del hombre puede darse
únicamente en la coexistencia ordenada de libertades eso significa que el
ordenamiento –el derecho– no es el concepto antitético de la libertad sino su
condición, más aún, un elemento constitutivo de la libertad misma. El derecho
no es un obstáculo para la libertad, sino que la constituye. La ausencia de
derecho es ausencia de libertad» [2].
Es claro, por tanto, que en
situaciones límites la autoridad legítima puede y aún debe limitar la libertad.
El problema es que esta pandemia nos encuentra sumidos en una profunda crisis
de todas las certezas; y a causa de esta crisis todo se ha vuelto precario y
sospechoso: desde la autoridad política hasta la religiosa. ¿Cómo confiar en
los organismos mundiales encargados de la salud con su “nuevo paradigma ético”
promotor del aborto y la eutanasia? ¿Cómo creerle a la información que circula
por las redes cuando sabemos de la existencia de poderosas usinas de
desinformación? Ni siquiera cierta información médica aparentemente científica
está libre de sospecha.
Ergo, estamos a la
intemperie y surcados de dudas. Lo único sensato, en consecuencia, es no perder
ni la fe, ni la serenidad ni la esperanza. Bien sabemos los médicos de estas
cosas ya que nuestra misión es, como muy bien se ha dicho, curar a veces,
aliviar cuando se puede pero consolar y confortar siempre.
Notas:
[1] Cfr. MARC LIPSITCH, D.PHIL., DAVID L. SWERDLOW,
M.D., and LYN FINELLI, DR.P.H., “Defining the Epidemiology of Covid-19 -
Studies Neede”, The New England Journal of Medicine (NEJM), February 19, 2020;
DAVID M. MORENS, M.D., PETER DASZAK, PH.D., AND JEFFERY K. TAUBENBERGER, M.D.,
PH.D “Escaping Pandora’s Box - Another Novel Coronavirus”, NEJM, February 26;
LISA ROSENBAUM, M.D, “Facing Covid-19 in Italy - Ethics, Logistics, and
Therapeutics on the Epidemic’s Front Line”, NEJM, March 18, 2020; DAVID J.
HUNTER, M.B., B.S., SC. D, ,“Covid-19 and the Stiff Upper Lip - The Pandemic
Response in the United Kingdom”, NEJM, March 20, 2020.
[2] JOSEPH RATZINGER, Fe,
verdad, tolerancia, El Cristianismo frente a las religiones del mundo,
Ediciones Sígueme, Salamanca, 2005, páginas 214 y siguientes.