Alfil, 16 abril, 2020
Por Pablo Esteban Dávila
Ser rico en la Argentina
está mal. Es un pecado. Merece la desconfianza del Estado y la suspicacia del
público. Como castigo por su riqueza, el oficialista Frente de Todos se apresta
a sancionar un impuesto específico para esta clase de individuos, a todas luces
ignominiosa.
Se trata del impuesto
“Patria” (sí, ese sería el nombre), que gravaría las fortunas de más de tres
millones de dólares con alícuotas progresivas. El proyecto es de autoría de
Máximo Kirchner y del diputado Carlos Heller, y cuenta con el patrocinio de
Cristina Fernández, quién ha pedido una inédita definición a la Corte Suprema
para tratarlo en una sesión virtual. Esta tutela ha sido suficiente para que el
presidente Alberto Fernández haya otorgado ayer su bendición a esta iniciativa.
En principio, según aclara
Heller, la idea “no tiene nombres propios, (sólo) busca recursos. En los datos
con los que trabajamos no hay un solo nombre propio. No vamos a la caza de
nadie”. Aunque se valoran las intenciones del diputado, lo de nombre y apellido
es relativo; los nominados a la gabela serían cerca de 12.000 personas, lo que
equivale a decir que entran en una humilde planilla Excel. Máximo Kirchner (una
paradoja) debería figurar entre ellos.
La justificación del
proyecto PATRIA es similar a la utilizada en el impuesto PAIS, que castiga la
compra de dólares. Los que más tienen deben ser solidarios y poner en beneficio
de los que la están pasado mal, especialmente ahora que el Covid-19 estraga el
aparato productivo. Sus autores esperan recaudar cerca de tres mil millones de
dólares, sin mencionar siquiera su equivalencia en pesos. Hasta para los
kirchneristas el peso ya no vale nada.
De aprobarse, la gabela
vendría a sumarse a los 163 tributos que ya existen en la Argentina en todos
los niveles de gobierno y que gravan las cosas más insólitas. Agregará,
asimismo, algunos días al total que ya deben trabajar gratis los contribuyentes
para pagarle las cuentas al Estado.
Dejando de lado las
cuestiones relacionadas con las diferentes emergencias que vive el país (y de
las cuales jamás logra zafar) debe reflexionarse un momento sobre los
fundamentos ideológicos del proyecto.
Según sus impulsores, sólo
los ricos deberían pagarlo; los que no lo son no deben preocuparse. Es de
estricta lógica suponer, por lo tanto, que aquellos tienen una obligación
moral, que según el oficialismo no ejercen, de ayudar al prójimo. Debe, pues,
venir la Nación a recordarles, de la mano de la AFIP, aquel deber incumplido.
No importa, por supuesto,
que la riqueza sea, en buena parte de los casos, la consecuencia de grandes
esfuerzos y de empresas exitosas que, a su turno, hayan brindado empleos de
calidad a cientos o a miles de compatriotas, la forma más práctica de
solidaridad en una economía capitalista. Tampoco interesa que, en definitiva,
hacerse rico sea una de las tantas expectativas legítimas en una sociedad libre
y que no exista ninguna prevención legal que contradiga a esta pulsión humana.
Los países exitosos,
contrariamente a lo que propugna el kirchnerismo, halagan a los ricos y a su
riqueza. Son los que usualmente crean trabajo, lideran fundaciones o apuestan
por iniciativas filantrópicas, conscientes que no les alcanzaría su vida ni la
de sus hijos para gastar el dinero acumulado. Además, el hecho de que, en
aquellas latitudes, el Estado se abstenga de avanzar sobre lo que no le es
propio es un signo de respeto a la propiedad privada. Sin ella no hay riqueza
ni futuro. Contrástese con lo que ha ocurrido en las economías colectivistas -y
con lo que sucede en las pocas que todavía cultivan este tipo de ideas- para
convenir en que es más fácil destruir la riqueza privada que crearla desde la
burocracia estatal.
El argumento moral tampoco
es convincente. Nadie debería ser tratado en forma diferente por tener más
plata que los demás, ni tampoco ser objeto de un impuesto específico por tal
cosa. La idea es, incluso, más extravagante al considerar que ya existen
tributos que avanzan sobre el patrimonio y la renta. El más antiguo es el de
Ganancias, creado “excepcionalmente” en 1932, que se aplica sobre personas
físicas y jurídicas con alícuotas que llegan al 35% y que, gracias a la gula
fiscal argentina, también se lleva parte de los salarios de los trabajadores.
El otro es el de Bienes Personales, que incide sobre una parte de los valores
declarados por los contribuyentes en concepto de bienes registrables inscriptos
a su nombre.
¿Para qué, entonces, sumar
otra a la infame galería de exacciones que afea la estructura impositiva
argentina? ¿No bastaba con Ganancias y Bienes Personales para satisfacer las
pretensiones justicieras de los diputados Kirchner y Heller y, detrás de ellos,
de la cohorte de izquierdistas que callaron, no obstante, ante el fantástico
incremento del patrimonio de los Kirchner durante sus años en el gobierno?
Es evidente que el asunto no
resiste el más mínimo análisis. Y, lo que resulta todavía más lacerante, es
comprobar que, tal vez, muchos ciudadanos estén de acuerdo con su implementación.
Porque, debe decirse, el gobierno nacional no nació de un repollo. Detrás de
sus votos es posible de encontrar la ideología del pobrismo, que tanto dolor y
frustraciones le ha costado al país desde mediados de los años ’40. Esta
doctrina prescribe que la pobreza existe culpa del capitalismo, la sinarquía
internacional o de los oligarcas criollos y que, sin embargo, en ella se
encuentra una virtud y una dignidad imposibles de hallarse en la vida de los
más acomodados.
Son estas, por supuesto, vulgares
patrañas. Parten de la base de que la condición natural del ser humano es la
riqueza cuando en realidad, es exactamente al revés: sin el trabajo, el
capitalismo ni la libertad, el hombre viviría en la necesidad más abyecta.
Hasta la primera revolución industrial el común de los humanos nacía, vivía y
moría con hambre y, las más de las veces, vestido con andrajos. Sólo en los
últimos 200 años nos hemos hecho a la idea de que el asunto es al revés, y de
que el pan siempre ha estado allí, cuatro veces por día sobre la mesa.
A los ricos, por lo tanto,
hay que cuidarlos, no ahuyentarlos. Necesitamos mucha más gente con importantes
fortunas y no a la inversa. Crear un nuevo impuesto destinados sólo a ellos es
confesar nuestros propios complejos y la propia adicción al fracaso, de creer
que las penurias del presente son la consecuencia de que otros se han servido,
nadie sabe cuándo, de nuestros talentos y generosidad para amasar sus riquezas.
Hace más de sesenta años que la Argentina lucha contra la pobreza sacándole
cada vez más plata a los contribuyentes. Basta observar los resultados para
advertir que se ha equivocado de combate.