jueves, 9 de abril de 2020

SE HA ESTABLECIDO DE HECHO



el estado de excepción, y tiende a crecer

Luis María Bandieri

Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. Profesor Emérito. Facultad de Derecho, Universidad Católica Argentina.

La Prensa, 08.04.2020

Estamos siendo gobernados a fuerza de DNU (decretos de necesidad y urgencia). Mientras tanto, el Congreso no se reúne. Los tribunales, con la Corte a la cabeza, están de feria. El ejecutivo no sólo es el poder activo, sino también el poder único. Desde luego, todo esto surge a partir de una situación excepcional: la pandemia.

Cuando entramos en el caso de excepción, las construcciones normales y corrientes de la política y el derecho entran en colapso. La anomalía de la excepción –y las plagas han creado casos excepcionales desde que nuestra especie tenga memoria- descacharra la normalidad y pone patas arriba lo cotidiano, corriente  y acostumbrado. En la materia jurídica, la a-normalidad impacta sobre las normas, que en buena parte deben dejarse de lado para hacer frente a lo imprevisto. En materia política, lo excepcional hace añicos todas las agendas, proyectos y discursos.  El  mensaje de los pilares del globalismo  y el individualismo rampante nos dicta hoy la necesidad de fronteras nacionales y reclusión familiar.  Y  aquí lo mismo. El último día de diciembre del año pasado, nuestros legisladores nos dieron una ley, que declaró la emergencia en materia económica, financiera, fiscal, administrativa, previsional, tarifaria, energética, sanitaria y social. Las circunstancias que se consideraban en aquel momento más apremiantes, eran otras que las actuales: la inflación, el achatamiento de los salarios, la negociación de la deuda externa, los problemas alimentarios en sectores vulnerables. Hoy estos problemas subsisten, claro está, pero en un segundo plano. El apremio está en la salud pública.

El lleno de las facultades
La anomalía de la situación excepcional exige dejar de lado momentáneamente la norma estable, para garantizar el restablecimiento del orden institucional quebrantado por aquella situación y facilitar la vuelta futura a la normalidad. Allá  lejos, cuando  Roma era una república, tenía para los casos excepcionales una institución, la dictadura,  como magistratura extraordinaria y temporalmente limitada, para ejercer el poder frente al caso excepcional. Desde esa antigualla romana, con muchas variantes a lo largo de la historia, se llega a lo que entre nosotros contempla la constitución y se llama estado de sitio –cuya aplicación altos funcionarios del gobierno han dicho que no se descarta.

Frente a la urgencia de una  situación sin precedentes,  se afectan necesariamente, en mayor o menor medida, derechos y garantías constitucionalmente reconocidas. La retahíla de disposiciones de emergencia con el formato de DNU que venimos  soportando, que afectan  derechos fundamentales, como entrar y transitar por el territorio, ejercer toda industria lícita, la inviolabilidad de la propiedad, exigir el cumplimiento de cláusulas de contratos vigentes, percibir ingresos esperados, el acceso a la agencia judicial, entre otros, carecen de sustento constitucional o lo tienen muy débil.

Para restringir derechos, se requiere establecer un estado de excepción que justifique esa cortapisa. Y el único instrumento con que contamos es el estado de sitio, que no ha sido declarado ni se lo quiere declarar, por ahora.  Es conveniente que así sea, también por el momento, porque se trata de un recurso de última ratio, que si fracasa abre la puerta al caos.

Pero si se observan, no uno a uno, sino en conjunto, los DNU hasta ahora despachados, y hasta los que se anuncian que podrían aplicarse (como la concentración  del manejo del sector privado de la salud pública –prepagas y obras sociales- en manos del ejecutivo), nos damos cuenta que  el estado de excepción se ha establecido de hecho y tiende a crecer en su alcance, como el efecto de la piedra arrojada a un lago que va expandiéndose en sucesivas ondas concéntricas. En suma, se está gobernando por decreto la excepción sin habérsela declarado, echando mano, para utilizar una expresión de  nativa prosapia jurídico política del siglo XIX, al lleno de las facultades, sin sustento constitucional alguno. Recordemos, de paso, que cuando en 1820 el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, recibió ese lleno de las facultades, que reunía en su persona facultades ejecutivas, legislativas y judiciales, por lo menos se lo otorgó la Junta de Representantes.

Una vía intermedia
Es obvio que atravesamos una situación excepcional. La pregunta es: ¿puede gestionarse la excepción de otra forma institucional que no sea el ejercicio salvaje del lleno de las facultades o el recurso extremo al estado de sitio? Sí lo hay.

Podemos encontrarlo en la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), art. 27, “suspensión de garantías”, que tiene jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22 CN).  La norma permite, en caso de guerra, de peligro público o de otra emergencia, adoptar por el Estado disposiciones que, en la medida y por el tiempo estrictamente limitados a las exigencias de la situación, suspenden los derechos establecidos en el pacto, salvo un zócalo básico: derecho a la vida, al reconocimientos de la personalidad jurídica, principios de legalidad y retroactividad de la ley penal, libertad de conciencia y religión, protección a la familia, derecho al nombre, derechos del niño, derecho a la nacionalidad y derechos políticos.

Se configura aquí lo que podríamos llamar un estado de urgencia, para no referirnos a emergencia, término de uso múltiple en nuestro ordenamiento, cuya profusión puede tender a banalizarlo. Incluso podría el Congreso,  órgano encargado de declararlo por analogía con el art. 75, inc. 29, referido al estado de sitio, incluir otros derechos que no podrían ser afectados. La declaración del  estado de urgencia encuentra apoyo complementario en el art.  4º del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, también de jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22 CSCN), de parecido tenor.

Un Congreso reunido y un Poder Judicial actuante
Uno de los aspectos más importantes  de esta forma institucional de salir de la situación de hecho del ejercicio del lleno de las facultades por el ejecutivo a través de DNU de muy dudoso óleo constitucional, es que requeriría al Congreso salir de su estado de hibernación y reunirse.  “Ambas Cámaras se reunirán por sí mismas en sesiones ordinarias desde el 1ª de marzo hasta el 30 de noviembre” (art. 63 CN). Desde hace un mes diputados y senadores están en falta, así como también el jefe de gabinete, que ha faltado a su deber de concurrir por lo menos una vez al mes a cada una de las Cámaras, para informar sobre la marcha del gobierno (art.  101, CN).

Es absurdo sostener que para esa reunión sólo cabría admitir la presencia física. Fuera de que bastantes diputados y senadores podrían concurrir de ese modo, con todas las cautelas sanitarias del caso, la presencia virtual está al alcance de una tecnología nada problemática.

El antecedente lo da el Congreso de Estados Unidos. No han visto obstáculo en reunirse por la circunstancia de que no todos concurran físicamente, sino algunos desde su casa vía virtual, considerando tal integración válida para sesionar.  Otro aspecto no menos importante es que el funcionamiento del Congreso permitiría un examen de los DNU  que expide el ejecutivo, hasta ahora sin control institucional alguno. Podría así funcionar la Comisión Bicameral Permanente  (art- 99, inc. 3º CN), a la que el jefe de gabinete debe remitirle el decreto, la que debe expedirse dentro de los diez días hábiles para su inmediata consideración por las Cámaras, que podrán aprobarlos o rechazarlos (art. 22, ley 26122).  Tardamos doce años, desde la reforma constitucional de 1994, para reglamentar el control de los DNU.  Y ahora que se gobierna a puro DNU, el Congreso está en pausa: no trabaja ni teletrabaja. ¿Hay que recordar al viejo Montesquieu para beneficio de diputados y senadores, con aquello de que sólo el poder frena al poder? 

También debe funcionar, con las mismas medidas cautelares de prevención, nuestro poder judicial, actualmente en feria. En paralelo al ejemplo anterior, la Corte Suprema norteamericana sigue sesionando y expidiendo fallos. El presidente del cuerpo concurre a su despacho y los demás miembros participan desde sus domicilios. Con dotación mínima y las cautelas del caso, los tribunales deben seguir funcionando. Si se le dice a la población que el aislamiento no es vacación, los integrantes del poder judicial deben comprender que lo suyo no es feria, aunque se suspendan plazos. Sobre todo, el poder judicial debe conservarse abierto, sin el cuello de botella de los tribunales de feria, para el control de constitucionalidad de los actos de los demás poderes.

Toda decisión sobre la excepción, en estado de urgencia, debe contemplar: quién debe declararla (el poder legislativo, según ya vimos); qué alcances tendrá (la disposición del art. 27, CADH, citado más arriba ofrece una base para ello); con base en qué (el instrumentos jurídico para la excepción que surge del citado art. 27.1 de la CADH y 4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ambos con jerarquía constitucional) y contra quién ha de funcionar. Los gobiernos nos han presentado las medidas preventivas contra el Covid-19 como una “guerra” contra un enemigo invisible. La OMS lo ha calificado de “enemigo de la humanidad”. Es una metáfora inexacta y riesgosa al mismo tiempo. La guerra requiere un enemigo, y que ese enemigo tenga entidad humana. El virus, producto de la naturaleza, no  la tiene. No hace política,  ignora las ideologías, se resiste a encasillamientos y no profesa ni sirve a religión alguna.  Ni nuestras virtudes ni nuestros vicios lo han acarreado. Librar contra él una guerra es absurdo, salvo que aceptemos que es una guerra perdida de antemano, hasta que una vacuna o remedio eficaz sea descubierto y puesto en práctica.

Es comprensible que los gobernantes, obligados a una sobreactuación, que a veces es una huida hacia adelante, no puedan anunciar públicamente la verdad, esto es, que no son los mariscales del  ejército de la humanidad, sino que su función es la más modesta, ineludible, y por eso noble, de reducir las bajas, socorrer a los enfermos, proveer a los necesitados. Pero la metáfora  de la guerra se desliza necesariamente hacia figuras humanas. Y aquí reside un peligro inmenso.  Es el de  criminalizar a supuestos causantes o aprovechadores de la situación, del mismo modo que en las pestes de antaño se achacaba la culpa del mal a los judíos o a los untores en la Italia del siglo XVII. Los gobernantes, los funcionarios, los comunicadores, los jueces y fiscales, deben tener esto bien presente para evitar la sobreactuación  destructiva.

Por sobre todo, debe imperar frente a la hybris del poder, la prudencia y la moderación; en fin, la receta  que postulaban los clásicos, frente a la precipitación, la sobreactuación, el palabreo mediático y el cálculo de ventajas políticas inmediatas.