el estado de excepción, y
tiende a crecer
Luis María Bandieri
Abogado. Doctor en Ciencias
Jurídicas. Profesor Emérito. Facultad de Derecho, Universidad Católica
Argentina.
La Prensa, 08.04.2020
Estamos siendo gobernados a
fuerza de DNU (decretos de necesidad y urgencia). Mientras tanto, el Congreso
no se reúne. Los tribunales, con la Corte a la cabeza, están de feria. El
ejecutivo no sólo es el poder activo, sino también el poder único. Desde luego,
todo esto surge a partir de una situación excepcional: la pandemia.
Cuando entramos en el caso
de excepción, las construcciones normales y corrientes de la política y el
derecho entran en colapso. La anomalía de la excepción –y las plagas han creado
casos excepcionales desde que nuestra especie tenga memoria- descacharra la
normalidad y pone patas arriba lo cotidiano, corriente y acostumbrado. En la materia jurídica, la
a-normalidad impacta sobre las normas, que en buena parte deben dejarse de lado
para hacer frente a lo imprevisto. En materia política, lo excepcional hace
añicos todas las agendas, proyectos y discursos. El
mensaje de los pilares del globalismo
y el individualismo rampante nos dicta hoy la necesidad de fronteras
nacionales y reclusión familiar. Y aquí lo mismo. El último día de diciembre del
año pasado, nuestros legisladores nos dieron una ley, que declaró la emergencia
en materia económica, financiera, fiscal, administrativa, previsional,
tarifaria, energética, sanitaria y social. Las circunstancias que se
consideraban en aquel momento más apremiantes, eran otras que las actuales: la
inflación, el achatamiento de los salarios, la negociación de la deuda externa,
los problemas alimentarios en sectores vulnerables. Hoy estos problemas
subsisten, claro está, pero en un segundo plano. El apremio está en la salud
pública.
El lleno de las facultades
La anomalía de la situación
excepcional exige dejar de lado momentáneamente la norma estable, para
garantizar el restablecimiento del orden institucional quebrantado por aquella
situación y facilitar la vuelta futura a la normalidad. Allá lejos, cuando
Roma era una república, tenía para los casos excepcionales una
institución, la dictadura, como
magistratura extraordinaria y temporalmente limitada, para ejercer el poder
frente al caso excepcional. Desde esa antigualla romana, con muchas variantes a
lo largo de la historia, se llega a lo que entre nosotros contempla la
constitución y se llama estado de sitio –cuya aplicación altos funcionarios del
gobierno han dicho que no se descarta.
Frente a la urgencia de
una situación sin precedentes, se afectan necesariamente, en mayor o menor
medida, derechos y garantías constitucionalmente reconocidas. La retahíla de
disposiciones de emergencia con el formato de DNU que venimos soportando, que afectan derechos fundamentales, como entrar y
transitar por el territorio, ejercer toda industria lícita, la inviolabilidad
de la propiedad, exigir el cumplimiento de cláusulas de contratos vigentes,
percibir ingresos esperados, el acceso a la agencia judicial, entre otros,
carecen de sustento constitucional o lo tienen muy débil.
Para restringir derechos, se
requiere establecer un estado de excepción que justifique esa cortapisa. Y el
único instrumento con que contamos es el estado de sitio, que no ha sido
declarado ni se lo quiere declarar, por ahora.
Es conveniente que así sea, también por el momento, porque se trata de
un recurso de última ratio, que si fracasa abre la puerta al caos.
Pero si se observan, no uno
a uno, sino en conjunto, los DNU hasta ahora despachados, y hasta los que se
anuncian que podrían aplicarse (como la concentración del manejo del sector privado de la salud
pública –prepagas y obras sociales- en manos del ejecutivo), nos damos cuenta
que el estado de excepción se ha
establecido de hecho y tiende a crecer en su alcance, como el efecto de la
piedra arrojada a un lago que va expandiéndose en sucesivas ondas concéntricas.
En suma, se está gobernando por decreto la excepción sin habérsela declarado,
echando mano, para utilizar una expresión de
nativa prosapia jurídico política del siglo XIX, al lleno de las
facultades, sin sustento constitucional alguno. Recordemos, de paso, que cuando
en 1820 el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez, recibió ese lleno de
las facultades, que reunía en su persona facultades ejecutivas, legislativas y
judiciales, por lo menos se lo otorgó la Junta de Representantes.
Una vía intermedia
Es obvio que atravesamos una
situación excepcional. La pregunta es: ¿puede gestionarse la excepción de otra
forma institucional que no sea el ejercicio salvaje del lleno de las facultades
o el recurso extremo al estado de sitio? Sí lo hay.
Podemos encontrarlo en la
Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), art. 27, “suspensión de
garantías”, que tiene jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22 CN). La norma permite, en caso de guerra, de
peligro público o de otra emergencia, adoptar por el Estado disposiciones que,
en la medida y por el tiempo estrictamente limitados a las exigencias de la
situación, suspenden los derechos establecidos en el pacto, salvo un zócalo
básico: derecho a la vida, al reconocimientos de la personalidad jurídica,
principios de legalidad y retroactividad de la ley penal, libertad de
conciencia y religión, protección a la familia, derecho al nombre, derechos del
niño, derecho a la nacionalidad y derechos políticos.
Se configura aquí lo que
podríamos llamar un estado de urgencia, para no referirnos a emergencia,
término de uso múltiple en nuestro ordenamiento, cuya profusión puede tender a
banalizarlo. Incluso podría el Congreso,
órgano encargado de declararlo por analogía con el art. 75, inc. 29,
referido al estado de sitio, incluir otros derechos que no podrían ser
afectados. La declaración del estado de
urgencia encuentra apoyo complementario en el art. 4º del Pacto Internacional de Derechos
Civiles y Políticos, también de jerarquía constitucional (art. 75, inc. 22
CSCN), de parecido tenor.
Un Congreso reunido y un
Poder Judicial actuante
Uno de los aspectos más
importantes de esta forma institucional
de salir de la situación de hecho del ejercicio del lleno de las facultades por
el ejecutivo a través de DNU de muy dudoso óleo constitucional, es que
requeriría al Congreso salir de su estado de hibernación y reunirse. “Ambas Cámaras se reunirán por sí mismas en
sesiones ordinarias desde el 1ª de marzo hasta el 30 de noviembre” (art. 63
CN). Desde hace un mes diputados y senadores están en falta, así como también
el jefe de gabinete, que ha faltado a su deber de concurrir por lo menos una
vez al mes a cada una de las Cámaras, para informar sobre la marcha del
gobierno (art. 101, CN).
Es absurdo sostener que para
esa reunión sólo cabría admitir la presencia física. Fuera de que bastantes
diputados y senadores podrían concurrir de ese modo, con todas las cautelas
sanitarias del caso, la presencia virtual está al alcance de una tecnología
nada problemática.
El antecedente lo da el
Congreso de Estados Unidos. No han visto obstáculo en reunirse por la
circunstancia de que no todos concurran físicamente, sino algunos desde su casa
vía virtual, considerando tal integración válida para sesionar. Otro aspecto no menos importante es que el
funcionamiento del Congreso permitiría un examen de los DNU que expide el ejecutivo, hasta ahora sin
control institucional alguno. Podría así funcionar la Comisión Bicameral Permanente (art- 99, inc. 3º CN), a la que el jefe de
gabinete debe remitirle el decreto, la que debe expedirse dentro de los diez
días hábiles para su inmediata consideración por las Cámaras, que podrán
aprobarlos o rechazarlos (art. 22, ley 26122).
Tardamos doce años, desde la reforma constitucional de 1994, para
reglamentar el control de los DNU. Y
ahora que se gobierna a puro DNU, el Congreso está en pausa: no trabaja ni
teletrabaja. ¿Hay que recordar al viejo Montesquieu para beneficio de diputados
y senadores, con aquello de que sólo el poder frena al poder?
También debe funcionar, con
las mismas medidas cautelares de prevención, nuestro poder judicial,
actualmente en feria. En paralelo al ejemplo anterior, la Corte Suprema
norteamericana sigue sesionando y expidiendo fallos. El presidente del cuerpo
concurre a su despacho y los demás miembros participan desde sus domicilios.
Con dotación mínima y las cautelas del caso, los tribunales deben seguir
funcionando. Si se le dice a la población que el aislamiento no es vacación,
los integrantes del poder judicial deben comprender que lo suyo no es feria,
aunque se suspendan plazos. Sobre todo, el poder judicial debe conservarse
abierto, sin el cuello de botella de los tribunales de feria, para el control de
constitucionalidad de los actos de los demás poderes.
Toda decisión sobre la
excepción, en estado de urgencia, debe contemplar: quién debe declararla (el
poder legislativo, según ya vimos); qué alcances tendrá (la disposición del
art. 27, CADH, citado más arriba ofrece una base para ello); con base en qué
(el instrumentos jurídico para la excepción que surge del citado art. 27.1 de
la CADH y 4 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, ambos con
jerarquía constitucional) y contra quién ha de funcionar. Los gobiernos nos han
presentado las medidas preventivas contra el Covid-19 como una “guerra” contra
un enemigo invisible. La OMS lo ha calificado de “enemigo de la humanidad”. Es
una metáfora inexacta y riesgosa al mismo tiempo. La guerra requiere un
enemigo, y que ese enemigo tenga entidad humana. El virus, producto de la
naturaleza, no la tiene. No hace
política, ignora las ideologías, se
resiste a encasillamientos y no profesa ni sirve a religión alguna. Ni nuestras virtudes ni nuestros vicios lo
han acarreado. Librar contra él una guerra es absurdo, salvo que aceptemos que
es una guerra perdida de antemano, hasta que una vacuna o remedio eficaz sea
descubierto y puesto en práctica.
Es comprensible que los
gobernantes, obligados a una sobreactuación, que a veces es una huida hacia
adelante, no puedan anunciar públicamente la verdad, esto es, que no son los
mariscales del ejército de la humanidad,
sino que su función es la más modesta, ineludible, y por eso noble, de reducir
las bajas, socorrer a los enfermos, proveer a los necesitados. Pero la
metáfora de la guerra se desliza
necesariamente hacia figuras humanas. Y aquí reside un peligro inmenso. Es el de
criminalizar a supuestos causantes o aprovechadores de la situación, del
mismo modo que en las pestes de antaño se achacaba la culpa del mal a los
judíos o a los untores en la Italia del siglo XVII. Los gobernantes, los
funcionarios, los comunicadores, los jueces y fiscales, deben tener esto bien
presente para evitar la sobreactuación destructiva.
Por sobre todo, debe imperar
frente a la hybris del poder, la prudencia y la moderación; en fin, la
receta que postulaban los clásicos,
frente a la precipitación, la sobreactuación, el palabreo mediático y el cálculo
de ventajas políticas inmediatas.